¿Qué sentido tiene el dinero?
Luis Robert Valdés | Sección: Religión
Para muchos de nosotros el dinero se ha convertido en una herramienta muy poderosa para alcanzar lo que queremos. Dicho de otro modo, el dinero se ha hecho necesario. Es cierto que en nuestra vida moderna todo, de alguna manera, implica dinero: la educación, el vestido, la alimentación, las remuneraciones, un regalo, hasta lo más inimaginable puede llevarlo implícito.
Sin embargo, a medida que nuestras sociedades se han ido secularizando, hemos ido perdiendo el sentido de la pobreza espiritual que es muy necesaria para alcanzar la perfección en el amor a la cual estamos llamados por nuestro bautismo. El problema mayor es que no pueden ir de la mano la necesidad del dinero con la pobreza espiritual: si nos hacemos dependientes del dinero, es un hecho que dejaremos de hacernos dependientes de Dios. No es necesario demostrarlo científicamente. Lo dijo Nuestro Señor en el Evangelio en numerosas ocasiones, y la vida cotidiana lo prueba contundentemente. Lastimosamente el deseo de dinero puede competirle a Dios (nunca ganarle, por supuesto): por el dinero podemos traer muchos males y pecados a nuestra vida (avaricia, soberbia, gula, lujuria, pereza, etc.), renunciar a nuestra conciencia, dilapidar la hermandad, etc. En definitiva, el dinero nos puede volver autosuficientes, ciegos a las necesidades de nuestro prójimo, sordos ante la voz de Dios, fariseos en el cumplimiento de nuestros deberes de cristiano.
No digo que el dinero sea superfluo, pero tratar de maximizarlo en cada situación humana que nos ocurre, sin pensar en bienes superiores, es un real escándalo para la caridad y la verdad cristiana. A la postre todo ello nos llevará al despilfarro, a la perdición, a un ahogo de nuestro espíritu de desprendimiento, pues todo lo que no se hace conforme a la ley de Dios, termina diluyéndose o volviéndose contra nosotros mismos.
San Ignacio de Loyola nos enseña en los Ejercicios Espirituales que “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la Tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto lo impidan. Por lo cual, es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte, mas salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo damas; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados”
El dinero es solo un medio y debemos usar de él tanto cuanto nos ayude a conseguir el fin de nuestra vida. Para alcanzar estos fines cristianos más elevados necesitamos cultivar la pobreza espiritual e intentar que los bienes de este mundo, personas y cosas, no nos roben el corazón, cultivando una medida de la pobreza acorde a nuestra vocación específica. Esta pobreza de espíritu nos hará confiar solo en Dios y en su Providencia, dejando que el Espíritu Santo vaya obrando sin obstáculo alguno, para alcanzar, así, nuestra vocación.
“¡Oh rico, no sabes cuán pobre eres y cuán necesitado te haces porque te crees rico! Cuanto más tienes, más deseas; y aunque lo adquieras todo, sin embargo, serías todavía indigente. La avaricia se inflama, no se extingue, con el lucro. Este proceso sigue la avaricia: cuanto más media, tanto más se apresura pata alcanzar metas desde donde sea más grande la caída final. El rico es más tolerable cuanto menos tiene. En relación a su hacienda, se contenta con poco; pero cuanto más aumenta su patrimonio, más crece su codicia. No quiere ser bajo en anhelos ni pobre en deseos. Junta así a la vez dos sentimientos inconciliables: la esperanza ambiciosa de riquezas y no depone el apego a la vida mísera. En fin, la Sagrada Escritura nos dice la miseria de su pobreza, nos revela cuán abyectamente mendiga”. (San Ambrosio de Milán, Nabot el Jezraelita).




