Dos reflexiones a propósito del P. Felipe Berríos

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Religión

El caso del sacerdote Felipe Berríos es muy útil para reflexionar dos cosas. Por una parte, es sorprendente constatar cómo se puede aceptar el mal en la medida que se presenta unido al bien. Es indudable el bien que hace el padre sirviendo a los pobres en sus necesidades materiales. Seguramente también lo hace acogiendo y animando con bondad a los que se sienten excluidos o particularmente sufrientes. Sin embargo, y sin ningún juicio respecto de sus motivaciones personales, también es verdad que causa objetivamente un daño muy grande a la Iglesia, particularmente a los fieles que aceptan su palabra, privados de formación suficiente para discernir el error de la verdad. Santo Tomás de Aquino decía sabiamente que “el mal no obra sino en virtud del bien”.

Por otra parte, sobrecoge la magnitud de la crisis de autoridad que vemos. Bajo cierto respecto, más grave que los públicos dichos erróneos de un sacerdote, teólogo o cualquier persona que enseña la fe y la moral católica, es la falta de la palabra también pública, valiente y orientadora, de su obispo. Los fieles tienen derecho y necesitan, para no desviarse de la verdad, de la acción oportuna del vigía de la fe y pastor del rebaño, que es el obispo. Es un gran dolor y tristeza para los hijos de la Iglesia que procuran ser fieles a la Verdad enseñada, oficial e infaliblemente, por el Magisterio de la Iglesia, y causa de hondo desconcierto en los que vacilan en la fe, ver que impunemente se contradice y deforma el don precioso de esa Verdad; sobre todo cuando se tiene conciencia de que la palabra plenamente orientadora, no es la de cualquiera, sino la palabra de la legítima autoridad.

Ejercer la autoridad no es sinónimo de autoritarismo, ni decir la verdad es lo mismo que discriminar injustamente o faltar a la caridad, como se dice hoy sin pensar. El juicio verdadero sobre el orden objetivo establecido por Dios, en la creación y en la Iglesia, no es el juicio sobre la condición moral de la persona. Este, le corresponde sólo a Dios, el único que conoce el corazón del hombre. Aquel, es propio de la legítima autoridad, particularmente cuando tiene un deber formativo. Salvada la rectitud de intención y las exigencias del modo debido, es un acto de amor y el servicio propio de la autoridad.