Cuídate
P. Raúl Hasbún | Sección: Religión, Sociedad
Se está imponiendo una moda o costumbre de despedirse de otra persona con una amonestación: “cuídate”. Puede que sea por influencia y traducción del americano “take care”. Su interpretación es ambivalente.
Cada quien está llamado a cuidar, ante todo, de su propia integridad y existencia. En el mundo no sobra nadie, cada uno recibió un denario y debe explotar su talento. En particular obliga el cuidado del patrimonio valórico por el cual y para el cual uno vive: su fe, su esperanza, su amor, su fidelidad. Esos valores, mientras más ricos y llamativos son, tanto más quedan expuestos a la depredación. Los robos más frecuentes y noticiosos ocurren en casas bien provistas y previamente marcadas. De ahí la amonestación del apóstol san Pedro: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro Enemigo el Diablo anda alrededor vuestro, como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe”. “Vigilad y orad, para que no caigáis en tentación”, es la amonestación persistente de Jesús a los suyos. Junto con la de guardar el tesoro allí donde no lleguen la polilla ni el ladrón.
Ojalá quienes saludan y son saludados con el “cuídate” lo entiendan en tan excelente y saludable sentido. Pero hay señales que inducen a otra interpretación. Hoy prevalece el miedo a la delincuencia. También las calles y autopistas están infestadas de peligro de muerte o heridas invalidantes. Y sobrevivimos en un país sísmico. Ese cotidiano “cuídate” parece remitir al saludado hacia una jungla que amenaza por doquier su vida y su integridad, y en la que su principal deber consistirá en sospechar de todos y estar siempre listo para repeler al agresor.
La razón de ser del saludo experimenta así una drástica involución. Histórica y lingüísticamente ha trasmitido una esperanza de paz y bien, un augurio de salud del cuerpo y del alma, una promesa y certeza de reencuentro feliz. Con el “cuídate” el acento se desplaza hacia el temor y la prevención, la desconfianza y el pesimismo sobre la bondad del género humano. Inconcientemente, cuando partimos saludados o amonestados de esta manera ya empezamos a mirar con sospecha cuanto nos rodea y recelar de las intenciones de quienquiera se aproxime. La ley liberadora del amor cedió el paso a la esclavitud del temor.
Era, es y será siempre preferible el saludo tradicional: “Adiós”. Trasunta fe, esperanza y amor. Al despedirte, te encomiendo a Dios: El cuidará cada uno de tus pasos. Si caminas con Dios, saldrás victorioso de todas tus batallas. Si Dios permanece en ti, tú permanecerás siempre, porque Dios es amor y el amor es lo único que permanece. Y si mutuamente nos despedimos con un “Adiós”, tenemos ya un testigo y garante de que nos volveremos a ver, en un abrazo que hará imposible el despido.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl.




