Chile, nato y resurrecto

Editorial Revista Humanitas | Sección: Historia, Sociedad

«La compenetración de la ciudad terrestre con la ciudad celeste sólo es perceptible por la fe: más aún, es el misterio permanente de la historia humana, que, hasta el día de la plena revelación de la gloria de los hijos de Dios, seguirá perturbada por el pecado” (De la Constitución Gaudium et spes n° 40, Concilio Vaticano Il).

Desde hace un año, y especialmente en sus dos últimas ediciones, la anterior y la presente, Humanitas ha dado particular atención a temas que iluminan nuestra identidad antropológica y cultural en orden al Bicentenario de Chile, oficialmente conmemorado el 18 de septiembre pasado. Nos es grato haber coincidido con algunos importantes medios nacionales y extranjeros en cuanto a que la configuración de esta identidad arranca de raíces y momentos históricos que anteceden con mucho al18 de septiembre de 1810.

El artículo que abre esta edición –apuntando a los grandes desafíos que ésta debe enfrentar en el marco de la cultura contemporánea, marcada por una fuerte deshumanización– se proyecta, por su parte, al tema de la configuración permanente a que ésta identidad se obliga en el tránsito secular humano.

El arduo camino del crecimiento de las personas y de las sociedades debe ser visto a la luz de la fe como una compenetración misteriosa de la ciudad terrestre con la ciudad celeste, que sólo alumbrará claramente el día de la plena revelación de la gloria, como lo recuerda el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes (n° 40).

Una meditación sobre el capítulo XII del libro del Apocalipsis ofrecida por Benedicto XVI el 11 de octubre pasado en la primera Congregación General de la Asamblea Especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos (cfr. www.humanitas.cl) ilustra, con la belleza y profundidad acostumbradas en el Pontífice, cómo aquella compenetración misteriosa se va realizando necesariamente por el mismo camino que siguió el Emmanuel, Dios entre nosotros. La cruz y la resurrección, la muerte del grano de trigo para que éste reviva.

La transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso de dolor”, muestra el Papa en su meditación del Apocalipsis. Se trata de un “proceso de transformación del mundo, que cuesta la sangre, cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo” y que tiene su realización en los diversos períodos de la historia –sin que vaya a terminar hasta el fin de los tiempos– tomando “formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos”.

Tanto quienes gozan de una memoria ilustrada del pasado histórico de Chile como quienes tienen una memoria simplemente vivencial, saben de esos dolores –morales, telúricos y de tan variada índole– que han terminado siempre por dar sus fundamentos a nuestro crecimiento. Son dolores que tapizan la historia de nuestros siglos XIX y XX, que también alcanzan a los siglos anteriores y que guardan diferencias pero también hondas similitudes con los de la Hispanoamérica a que pertenecemos.

Precisamente en la ocasión del Bicentenario, adoptando un carácter que se diría emblemático –con aquella fuerza que tiene lo imprevisible cuando irrumpe en la historia–, ha sido ahora puesto ante nuestros ojos y también ante los ojos del mundo, un episodio único de dolor, acabamiento y vida que, con su fuerza simbólica y existencial, comprometió al país entero en términos tales, que seguramente nadie en la generación chilena viva puede parangonar.

El descenso al Hades de los treinta y tres en la mina San José de Copiapó constituyó una historia de muerte y resurrección, en la que se debatían la esperanza y la desesperación, que está todavía por conocerse, pero de la que sabemos, por las propias declaraciones que les hemos escuchado, cuánto de tensa lucha entre el bien y el mal supuso para sus personas y para el ligamen social nacido entre ellos ante la desgracia.

Pray for me, O my friends; a visitant Is knocking his dire summons at my door (…)
I can no more; for now it comes again,
That sense of ruin, which is worse than pain,
That masterful negation and collapse
Of all that makes me man…
” (The Dream of Gerontius)

Orad por mí, oh mis amigos; un visitante está llamando a mi puerta con su horrendo emplazamiento (…)
No puedo más; pues ahora viene otra vez,
Aquella sensación de ruina, mucho peor que el miedo,
Aquella imperiosa negación y colapso
De todo lo que me hace hombre…

Las tan expresivas palabras del poema de John Henry Newman a que puso música el compositor Edward Elgar –obra estrenada en 1900 e interpretada en el Town Hall de Birmingham el 18 de septiembre pasado, víspera de la beatificación de Newman– siguiendo otro libreto cantaban sin embargo a la distancia exactamente las circunstancias y sensaciones de los treinta y tres atrapados en la mina San José. Las poderosas enseñanzas dejadas por esta dramática lucha de sobrevivencia que unió a los que estaban a 700 metros de profundidad con los que estaban en la superficie, no sólo del territorio chileno sino que del mundo entero, dio a la perfectamente lograda “operación San Lorenzo” el carácter de una resurrección física y espiritual de insospechadas proyecciones, cuyas lecciones no pueden resumirse en este espacio. Ellas en todo caso nos devuelven a la meditación de Benedicto XVI el 11 de octubre pasado a que ya hicimos referencia.

De esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo XII, también con una imagen misteriosa, para la cual, me parece, hay con todo distintas interpretaciones bellas. Se dice que el dragón pone un gran río de agua contra la mujer que hay para arrastrarla. Y parece inevitable que la mujer sea ahogada en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y éste no puede hacer daño. Yo creo que el río es fácilmente interpretable: son estas corrientes que dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener sitio ante la fuerza de estas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo dice que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cfr. Sal 118,130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y volvemos otra vez al misterio mariano”. He aquí la gran lección que nos ha regalado como nación de raíces cristianas este Bicentenario.

Nota: Este artículo corresponde a la editorial del número 60 de Revista Humanitas, recientemente publicada. Ver www.humanitas.cl.