¿El demonio? Hoy se llama ideología
André Glucksmann | Sección: Política, Sociedad
Una multitud de especialistas enseña que las ideologías han llegado a su fin. No lo creo. Un ideólogo no es sino un arrogante que hace que surja una tesis suficientemente fundamental para dar una respuesta a todo, y que, apoyado sobre esta piedra filosofal, pretende abarcar, desde el principio hasta el fin, cada drama humano. Estamos tan inmersos en la ideología que, como en la Lectura robada, de Allan Poe, su evidencia impide verla.
¿No compartimos la convicción última de que el diablo no existe? Se debate la muerte de Dios; sin embargo, la muerte del diablo no plantea grandes contestaciones; parece evidente. ¿Quién, en nuestras indulgentes democracias, se expondría al oprobio de afirmar que resistir al mal constituye el desafío más profundo de la condición humana?
Según los bienpensantes, todavía subsisten males concretos: la emisión de CO2, el aborto… Pero ninguno pone en duda que estos supuestos males, si todavía no han sido eliminados, puedan llegar a serlo. Cada cual corre a refugiarse en el verde paraíso de los amores infantiles. Unos pretenden volver a una edad de oro regresiva: los religiosos se lamentan del tiempo bendito en el que Dios regía el universo, regulaba las conciencias y prohibía la usura. Mientras, los políticos se convierten en unos nostálgicos, soñando con un pasado utópico, en el que el Estado, los sindicatos y el civismo excluían la especulación. Otros programan la llegada de un desarrollo duradero, sobrevolando indecencias y rivalidades. Y otros se aferran a la gran noche, abogando por una revolución más indefinible que nunca, con tal de no prometer el final del Belcebú capitalista y productivo.
Ha llegado la hora de la desaparición programada de los riesgos, de los peligros y las catástrofes. Haced sonar los tambores y saludad a Goethe: ¡Mefistófeles ha resucitado! No el pequeño diablo de la condesa de Segur, sino una fuerza destructiva, cuyo afable garbo era solamente la penúltima astucia que precedía a su imparable ficción de darse por muerto. Nada que ver con las comparaciones satánicas que, con sus efectos especiales, dan vida a la lánguida alma de los espectadores; es inútil volver a evocar las misas negras de los borrachos y de los imbéciles que manchan los cementerios. Para que os hagáis de la adversidad una idea menos simplona, recordad a Tifón, diablo pre y post cristiano, el último titán que trató de destruir el Olimpo. Zeus, Júpiter tronante, le arrojó el Etna a la cara y luego lo encerró bajo tierra y en el corazón de los hombres.
El íntimo enemigo de los socráticos antiguos y modernos es el prestigioso sofista postmoderno, que se dedica a travestir los instintos de muerte en pasiones anodinas. “Para la sofística… es verdadero todo lo que lo sea para nosotros; nada es falso… Según esta tesis inocente, no hay vicio, no hay delincuencia, etc.” (Hegel, Lecciones sobre la historia de la Filosofía).
El “sofista egipcio” Proteo sumerge a los simples mortales en una espesa bruma, cuyos destinos y referencias desaparecen, a beneficio de una confusión sin límites; una especie de costra cuidadosamente mantenida, que da refugio a nuestros nidos de víboras.
¿Qué relación hay entre la crisis económica mundial, las masacres de Darfur, la corrupción y la persistencia de la crueldad en nuestras prósperas y tranquilas sociedades? La relación somos nosotros. ¿Cómo son posibles semejantes incongruencias en nuestro civilizado y mediático siglo XXI? El retorno tóxico, libidinoso, estúpido o guerrero de un Mefistófeles de mil caras engaña a quien quiera ignorar que a nuestro querido desaparecido nunca hemos de dejado de tenerlo en los talones.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Avvenire. La traducción al castellano es de María Pazos.




