¡Los filósofos al poder!

José Luis Widow | Sección: Política

Como sabrán quienes me conocen, soy filósofo. Por lo tanto el título de este artículo podría parecer una sutil manera de aumentar el menguado campo laboral que corrientemente tenemos los que nos dedicamos a esta rara actividad. Pero no se trata de eso, aunque esa sea la consecuencia.

Tampoco se trata de proponer una suerte de tardoplatonismo político en el que el requisito fundamental para ser gobernante es ser filósofo. Aunque de paso podemos aclarar –lamentablemente para mi– que la idea del gran Platón no era simplemente que las personas que hoy llamaríamos filósofos se dedicaran a gobernar.

Lo que quiero decir en este artículo de refiere a la calidad –una vez más– de nuestros legisladores. Tal como ha sucedido hace pocos días con una ley despachada por ambas cámaras, no son pocas las leyes que son aprobadas sin que se entienda cuáles son los principios que tienen detrás ni cuáles pueden ser las consecuencias o efectos legales que podrían acarrear. Eso significa que o hay que andar a la carrera enmendándolas, cosa que no se hace, porque para los parlamentarios equivaldría a mostrar a todo el mundo su propia incompetencia; o hay que sufrir las consecuencias, a veces desastrosas, por supuesto con los parlamentarios mirando para el lado, haciéndose los desentendidos.

¿Cómo evitar que la incompetencia de nuestros legisladores cause más estragos? Aquí entran los filósofos. Éstos, por formación, están habituados a “ver debajo de las piedras” y a “olfatear lo que viene” a partir del análisis de lo presente. Me parece que habría que aprovechar esa capacidad y que, entonces, cada parlamentario o un grupo de ellos reciba la asesoría de un filósofo para que les ayude a develar lo que realmente está en juego, para que entiendan realmente qué es lo que están aprobando y así eviten formarse una opinión del proyecto de ley a partir de la sola contingencia que lo originó.

No quiero ser injusto. Entre los parlamentarios existen aquellos que son competentes y que lo demuestran porque, o por sí mismos o porque se asesoran bien, son los que dan la campanada de alarma respecto de algún engendro de ley que se ha propuesto para discusión. Sin embargo, son rara avis. O en buen chileno, pájaros raros.

Por supuesto, algo podría mejorar la calidad de nuestros legisladores si la ya franca oligarquía de los partidos ofreciera buenos candidatos, designados precisamente por su prudencia legislativa, y no por ser nombres que por una razón u otra –menos por la adecuada– cuentan con un voto seguro de unos electores frívolos. Pero creo que no hay que tener muchas esperanzas de eso, precisamente porque la de los partidos es una oligarquía y, guste escucharlo o no, hoy se mueven simplemente por poder.

Por lo tanto ¡los filósofos al poder! Que cada parlamentario o cada comisión legislativa o algún grupo reunido con algún criterio razonable tenga un filósofo como asesor. Así, si aprueban algo por peregrinos motivos de poder o por alguna otra fatua razón, que al menos sepan lo que están haciendo. A lo mejor alguno se inspira y se propone ser un buen legislador.

Debo ser sincero y, por lo tanto, antes de terminar este artículo tengo que confesarles que la integración de los filósofos al poder me produce un gran, por no decir total, escepticismo en cuanto a sus resultados. Para que resultara habría que poner dentro del concepto de filósofo, como algún día lo hizo Platón, el de hombre virtuoso. Y los filósofos, entre vanidades intelectuales y servilismos ideológicos, estamos lejos de eso. Pero si los integramos al poder, al menos y de paso habremos aumentado, aunque sea un poco, su campo laboral…