Filosofía y fe en la educación

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Educación, Religión, Sociedad

“La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios ‘cara a cara’ (I Cor. 13,12), ‘tal cual es’ (I Jn. 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna” (CIC 163). Por la fe se inicia en el hombre la vida eterna, porque por ella comienza a participar, ya en este mundo, de la misma vida de Cristo.

Mediante la fe, don gratuito de Dios, el cristiano se introduce en el Misterio escondido por los siglos y manifestado ahora en la plenitud de los tiempos. Por ella recibe la comunicación de la intimidad divina por la cual, en Cristo, inicia en esta vida la amistad filial, contemplativa y amorosa, con Dios Padre. Y, desde ella, comprende y coopera en el designio divino de la redención del hombre en la historia. Como dice San Pablo, “el justo vivirá por la fe” (Rm. 1,7).

Es muy coherente con el orden natural que la fe sea el principio de toda la vida cristiana porque el acto de fe es un acto del entendimiento, y este es el principio de toda actividad humana, sea especulativa, moral o productiva. Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, citando a Santo Tomás de Aquino: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia” (Suma Teológica, II-II, 2, 9; CIC 155). Sin el conocimiento del misterio, por el entendimiento elevado por la virtud infusa de la fe, no pueden darse los actos de la voluntad, elevada por las virtudes infusas de la esperanza y de la caridad. Sin fe no puede realizarse ninguno de los actos sobrenaturales propios de la vida cristiana – oración, vida sacramental, meditación de la Sagrada Escritura, cumplimiento de los mandamientos por amor a Dios, etc. – porque faltaría su conocimiento, sin el cual no pueden ser queridos ni ejecutados.

Pero la fe es el principio de la vida cristiana, no sólo en cuanto por ella conocemos la verdad sobrenatural sobre Dios en sí mismo y su voluntad para el hombre, sino también porque creer es el primer acto de obediencia sin el cual no puede haber vida religiosa. Efectivamente, una vida auténtica y profundamente religiosa exige el completo sometimiento del hombre a Dios, su Creador y Señor. Y en el orden de la vida intelectiva, principio orientador de toda vida práctica (moral y productiva), la primera y fundamental subordinación a Dios se da en el acto de fe. Por ello San Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm. 1, 5; 16, 26).

La fe “es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela” (Concilio Vaticano I, Const. Dei Filius; Dz. 1789). En el texto aparece claramente que en el acto de fe el hombre somete su inteligencia a Dios, porque acepta como verdadero lo que sobrepasa la capacidad natural de su razón. Y también su voluntad, pues como el objeto trasciende la inteligencia, la voluntad, movida por la gracia, debe imperar al entendimiento para que asienta al misterio. Para creer el hombre debe querer creer. Por ello enseña el Catecismo, “por la fe el hombre somete totalmente su inteligencia y voluntad a Dios” (CIC 143). Al creer el hombre realiza su primera y fundamental obediencia a Dios. Y, como la razón y voluntad del hombre es lo más noble y primario suyo, subordinarlas a Dios por la fe es el principio fundamental del sometimiento total de toda su existencia a El. En la fe se funda una auténtica vida religiosa, obediente a Cristo y a su Iglesia. En este sentido, “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb. 11, 6).

Enseña el Catecismo que “el motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural, sino que creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela” (CIC 156). Esto significa que creemos, no porque comprendamos completamente la verdad revelada, tan inteligible en sí misma que sobrepasa la capacidad natural de nuestra razón, sino por la autoridad de Dios que revela. El acto de fe, por tanto, supone humildad, esto es, una viva conciencia de la finitud entitativa e intelectual del hombre por la que se abre existencialmente al reconocimiento y aceptación de un orden de verdades que le trascienden, un misterio superior a su razón. En este sentido, la fe ayuda a que el hombre se sitúe rectamente ante la verdad. Dice Santo Tomás: “Hay algunos que presumiendo de su capacidad racional piensan que pueden abarcar toda la naturaleza de las cosas estimando que es verdadero lo que ellos ven y falso lo que no ven. Para librar pues al alma humana de esta presunción y hacerla venir a una humilde investigación de la verdad, fue necesario que se propusieran al hombre, por ministerio divino, ciertas verdades que excedieran plenamente la capacidad natural de su entendimiento” (Contra Gentiles I, 5).

A la luz de las verdades precedentes aparece manifiesto que la educación cristiana debe ordenarse, como a fin primario, a la fe en la verdad revelada por Dios. Verdad que en su plenitud es el mismo Cristo. Toda la obra de la educación estará orientada a suscitar y hacer crecer, en los niños, aquella necesaria “obediencia de la fe” (Rm. 1, 5), “para que, creyendo, tengan vida en su nombre” (Jn. 20, 31).

Ahora bien, puesto que “creer es un acto del entendimiento” (S.T., II-II, 2, 9) y que “la gracia presupone la naturaleza” (S.T., I, 1, 8, ad 2), resulta que la fe presupone una cierta racionalidad que si no está, o está deformada, no se puede creer. Enseña Santo Tomás de Aquino que “la fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perfectible” (S.T., I, 2, 2, ad 1). Esto significa que, sin algunos conocimientos naturales básicos, de tipo filosófico, no se puede hacer un acto de fe. Efectivamente, como creer es un acto de la razón, esta debe saber algunas verdades de orden natural sin las cuales no puede asentir a la verdad revelada porque le aparecería como ininteligible. Por ejemplo, sin saber que Dios existe no se puede creer en el misterio de la Santísima Trinidad. Si no se sabe que Dios es personal y trascendente al mundo no tiene sentido una revelación de verdades sobrenaturales. Sin saber que el alma humana es espiritual e inmortal no se puede creer en el juicio particular y retribución eterna después de la muerte. Si no se sabe que somos libres es ininteligible el Cielo y el Infierno como lo debido por la respuesta personal del hombre ante el amor y el don de Dios, etc. Y, peor aún, si los presupuestos racionales son erróneos, por mala filosofía o ideología asumida, entonces tampoco se puede creer, porque la verdad revelada aparece en contradicción con lo que, erróneamente, la razón (científica o filosófica) afirma como racional. Por ejemplo, si se “sabe” que Dios es la naturaleza, la revelación de Dios como Ser personal y Padre aparece contrario a la razón. Si se “sabe” que el hombre es pura materia, es irracional la revelación de una vida después de la muerte. Si el mundo y el hombre se explican por sí mismos, es contrario a la razón un Dios creador y providente, etc. La racionalidad que la fe presupone consiste, fundamentalmente, en los llamados preámbulos de la fe, que constituyen el núcleo del saber filosófico. Estos son: Existencia de Dios y atributos divinos, dependencia en el ser de todas las cosas respecto de Dios, espiritualidad e inmortalidad del alma humana, libertad del hombre y existencia de la ley moral natural. Sin el conocimiento racional de estas verdades (no necesariamente de modo sistemático, al modo de la ciencia filosófica) no es posible el acto de fe. Acto de fe que, para ser tal, debe ser plenamente racional. Dice Santo Tomás que “la fe no puede preceder absolutamente al entendimiento, ya que no podría el hombre asentir, creyendo, a lo que se le propone por revelación, si de algún modo no lo entendiese por su razón” (S.T., II-II, 8, 8, ad 2). Esto mismo lo enseñaba San Agustín al decir que “hay cosas que si no entendemos no creemos” (Enarrationes in Psalmos, 118, 18, 3). Se trata de aquellas verdades metafísicas que son los preámbulos de la fe y que todo hombre racionalmente sano conoce, en virtud de su natural capacidad metafísica, pero que, también, puede perder por una deformación racionalista o ideológica de su razón. Pero la fe presupone también, y de un modo más fundamental en cuanto es presupuesto de lo anterior, una razón humilde ante el ser y su verdad, que le trascienden y le miden, ya en el mismo orden natural.

La fe del educando, como término primario de la educación cristiana, exige una formación filosófica que lo disponga a la fe y a la progresiva inteligencia de la fe, mostrándole la coherencia y constitutiva apertura del orden natural respecto del Misterio revelado. Ahora bien, existe una racionalidad que imposibilita o dificulta la fe porque afirma, sin humildad, la prioridad del pensar respecto del ser objetivo extramental. Y existe otra racionalidad en relación armónica con la fe porque reconoce la primacía del ser respecto del pensar y acepta, con humildad, que el entendimiento tiene su principio y su medida en el ser que le trasciende. La primera corresponde al racionalismo filosófico iniciado por Descartes. La segunda es el realismo filosófico aristotélico-tomista, o filosofía del ser.

El racionalismo filosófico moderno y contemporáneo, cuyo punto de arranque fue la primacía del “cogito” cartesiano respecto del ser, afirma la anterioridad constituyente de la razón humana respecto de la verdad. La evidencia de la idea, con sus notas de claridad y distinción, redujo a la inmanencia de la mente el criterio de verdad. La razón del hombre moderno, olvidada del ser y de la verdad objetiva del ente, vuelta sobre sí misma, se constituye inicialmente en la medida de la verdad de las cosas (Descartes) para, luego, en la plenitud del racionalismo, convertirse en el mismo ser existente (Hegel). Enseñaba Juan Pablo II que en la filosofía moderna (no toda, ciertamente, sino la racionalista) “la misma razón movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que este está también llamado a orientarse hacia una verdad que le trasciende…Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia a la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad el ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano” (Fides et ratio, 5). El objeto ya no fue el ser, sino el pensar. Un pensar heterogéneo y absolutamente distante respecto del ser.

La doble vertiente racionalista derivada de Descartes, tanto el empirismo como el esencialismo o idealismo metafísico, ha negado la capacidad de conocimiento verdaderamente  metafísico para afirmar, o un positivismo cientificista (empirismo), o una metafísica panteísta. Por ambas vías quedó olvidado el ser del ente concreto y singular, particularmente el ser personal. Como advirtió Juan Pablo II, el resultado contemporáneo del itinerario moderno de la razón humana absolutizada ha sido, paradójicamente, el “pensamiento débil”. La filosofía posmoderna se caracteriza por una “difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas” (Fides et ratio, 5). En otras palabras se ha perdido la metafísica del ser por la cual la razón humana puede conocer, ciertamente, el ser y el orden de todo lo que existe.

En esta situación de racionalidad desorientada, que impregna de falsa filosofía y destruye la pedagogía, primero el profesor – en su etapa de deformación pedagógica (psicologista, racionalista o ideológica) – pierde el sentido común filosófico. Luego, el alumno (sin enterarse los padres) pierde aquel “conocimiento natural” verdadero que la fe presupone, como “la gracia presupone la naturaleza”, sin el cual no puede creer. O, más gravemente aún, asume como verdades racionales (psicológicas, científicas o filosóficas) los errores de la filosofía racionalista incluidos en su formación escolar, principalmente humanista. Sin los preámbulos de la fe racionalmente asumidos, su fe es imposible porque queda sin sustento racional. Deformada su razón por el racionalismo, la verdad revelada le aparece como heterogénea y enfrentada a su empobrecido y erróneo conocimiento natural. El resultado es que no puede realizar un acto de fe, con plenitud de asentimiento racional y, por ello, no puede vivir plenamente la vida cristiana.

La situación es grave. El orden del ser y de la verdad sobrenatural en contradicción con el orden del ser y de la verdad natural. Gracia y libertad, fe y razón, teología y filosofía (o ciencias empíricas), Iglesia y estado, eternidad y tiempo, vida divina y vida humana dialécticamente enfrentados, desvinculados y en tensión irreconciliable. En esta situación tendrán que escoger entre rechazar la fe por aparecerles contraria a la razón (científica o filosófica), o aceptar la fe, en la conciencia de algo irracional, como un mero colgajo cultural sin peso intelectual, absolutamente extrínseco a su vida natural. Al respecto decía Juan Pablo II: “La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante la razón débil, tenga mayor penetración; al contrario, cae en el peligro de ser reducida a mito o superstición” (Fides et ratio, 48).

Una educación en la fe sin base racional metafísica imposibilita la visión de síntesis entre el orden natural y el sobrenatural; impide la comprensión de la coherencia, por la analogía del ser, de lo sobrenatural con lo natural. Sin metafísica no se puede realmente entender el principio de que la gracia presupone, sana y eleva la naturaleza, en todas sus dimensiones. Síntesis necesaria para la inteligencia de los misterios de la Encarnación del Verbo de Dios y de la Redención del hombre. Y la consecuencia de esta deficiente educación es que la fe no puede hacerse cultura. El alumno no llegará a entender todas las dimensiones de la vida humana en “el misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef. 3, 9) y, por ello, la fe no transformará profundamente su vida porque, al no alcanzar su núcleo más intimo que es su inteligencia, la verdad revelada y todo el don sobrenatural en Cristo permanecerá como algo extrínseco a su vida humana natural. Enseñaba Juan Pablo II: “Una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida” (Carta de institución del Consejo Pontificio de la Cultura, 1982). Y en esta circunstancia el hombre se queda sin la verdad última sobre sí mismo, porque “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (C. Vaticano II, 22).

Más aún, la carencia de base racional-metafísica en la educación de la fe, deja al cristiano ciego ante la obra del Maligno que, como es inteligente, sabe muy bien que la deformación y el desorden del hombre, para que sea potente, debe darse fundamentalmente en el orden teórico, núcleo más íntimo y  determinante de toda vida práctica. Tal como en el origen, en el transcurso de la historia el Demonio consigue el acto de voluntad, que es el rechazo de Dios y la desobediencia, por el único camino fecundo que es la deformación, en el entendimiento humano, de la verdad sobre Dios y el hombre. Sin inteligencia de la fe, reducida la vida cristiana a moral (normalmente voluntarista), el cristiano que debe formar a otros no calibra la operación del mal en el mundo, ni se entera de la dimensión del conflicto. Vive ingenuamente pensando que se trata solamente (1) de buena voluntad, de propósitos y coherencias morales, mientras el Demonio hace su obra en el centro más íntimo de hombre, con toda libertad.

La razón fundamental por la cual el racionalismo filosófico imposibilita la fe consiste en la actitud espiritual en la cual se sustenta. Afirmar la primacía de la razón humana respecto del ser y la verdad objetiva es tan antinatural que sólo puede proceder de la soberbia voluntad de que la realidad sea lo que el hombre quiere que sea. Parece que la verdad debe ser lo que la razón, desde sí misma y de espaldas al ser del ente, juzga que es. Esta radical y orgullosa pretensión de autonomía, en el orden de la vida teorética, imposibilita, ya en el orden natural, la recepción y aceptación humilde del ser extramental y su verdad, sin la cual no se puede desarrollar una filosofía coherente con la fe. Y, con mayor razón, hace vitalmente imposible la misma fe como humilde y obediente sometimiento de la razón a la verdad sobrenatural que Dios le revela.

En las antípodas del racionalismo está la filosofía del ser, cuyo máximo exponente es Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia universal. Filosofía realista que dispone óptimamente a la razón humana para creer, con plenitud de asentimiento racional, en el Misterio revelado, porque, humilde ante el ser, expresa, sin subjetivismos reduccionistas, la verdad natural del ser y del orden de todo lo que existe. Al tratar Juan Pablo II de la “novedad perenne del pensamiento de Santo Tomás de Aquino”, dice de él lo siguiente: “Tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto no pueden contradecirse entre sí (C.G., I, 7). Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aún señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo ejercicio del pensamiento” (Fides et ratio, 43-44).

La filosofía del ser elaborada por Santo Tomás de Aquino, en virtud del humilde reconocimiento racional de la primacía del ser y de la verdad objetiva, posibilita y dispone admirablemente, no sólo para un verdadero y fundamentado saber metafísico de aquel “conocimiento natural” (los preámbulos de la fe) que la fe presupone, sino también y sobre todo capacita para aquel acto de humilde obediencia intelectual que es creer, “no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela” (Dz. 1789).

La filosofía de Santo Tomás permite al hombre reconocerse criatura de Dios y, por este camino, entender que su inteligencia es finita, que la verdad trasciende su razón y no depende de ella; que puede conocerla y amarla, pero no determinarla a su arbitrio. Su reconocimiento filosófico de la finitud del ser del hombre y de la infinita perfección trascendente del Ser divino le permite, además, abrirse racionalmente a un orden de ser y verdad sobrenatural que le trasciende y aceptarlo, con plenitud de asentimiento racional, cuando Dios amorosamente se lo revela. En Santo Tomás resplandece la humildad de la filosofía del ser.

Parece grave y urgente la necesidad de discernir la formación filosófica que reciben nuestros hijos y alumnos. Formación que, como “deformación”, puede entrar no sólo por la clase de Filosofía, sino también la de Historia, Psicología, Lenguaje y Literatura, etc. El cuidado paterno que les debemos nos exige velar para que reciban una formación filosófica tan verdadera que, salvada la salud o normalidad de su razón, sin impedimentos o lastres ideológicos, puedan creer con absoluta certeza de la racionalidad de su fe, crecer en la inteligencia del Misterio revelado, para vivir cada vez más honda y plenamente su vida cristiana. La fe es el principio de toda la vida cristiana. Pero la fe presupone dos cosas: Racionalidad sana y humildad intelectual. Y no cualquier filosofía sirve para ello.

Nota:

(1) Subrayo “solamente”, porque el propósito y la coherencia moral son necesarios y esenciales en la vida cristiana. Y, sin embargo, no son lo primero.