El indigno mercado de los valores

José Rafael Sáez March | Sección: Sociedad

No se preocupen, no voy a hablar de economía, ni de las oscilaciones de las bolsas, ni de inversiones y cotizaciones. No voy a referirme a ese mercado de valores crematísticos del «parquet» bursátil, sino al mercado de otro tipo de valores, aunque relación tienen entre ambos. Voy a denunciar la banalización de los valores humanos, los valores éticos y morales, los valores culturales, que parecen haberse convertido en un producto más del mercado, cambiable y vendible según el interés del momento y al mejor postor.

El tema sobrepasa al pluralismo, que aboga por la tolerante aceptación de (casi) todos los valores; sobrepasa al relativismo, que niega la existencia de ningún valor universal o absoluto; y sobrepasa al positivismo, que propugna la libre creación de valores sin referencia a ninguna base natural o universal previa. ¿Pueden llevarse los valores humanos a un nivel todavía más bajo? Parece que sí. Es un hecho que los valores, para muchas personas –sobre todo públicas- han pasado a ser una simple moneda de cambio.

Todo esto suena a la famosa e irónica frase atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”. Lo que el genial actor cómico tal vez dijo como una graciosa y aguda paradoja, para muchas personas ha pasado a ser una práctica común y corriente. La coherencia con los propios principios quizá siga siendo un valor para muchos, pero, ¿qué sucede cuando esos principios son sólo vacías declaraciones de intenciones que se pueden sustituir por otros al viento de los intereses de cada momento?

Algunos de los actuales “filósofos”, esos mismos que han contribuido a descalabrar las mentes de centenares de miles de adolescentes gracias a que sus libros son de obligada lectura y estudio en multitud de institutos, han hecho de su profesión un lucrativo negocio, renunciando al noble papel de trabajar “a la oferta” (proponiendo nuevos modelos de pensamiento que mejoren la vida humana) para dedicarse a filosofar “a la demanda”, es decir, vendiendo “razones” para sustentar ideologías preconcebidas.

Un valor tan precioso como la “autenticidad”, que alude al “ser uno mismo” y a la coherencia personal, ha sido puesto en crisis por estos pseudo-filósofos convertidos en bien pagados ideólogos. Alguno llega a ridiculizar la “autenticidad” con la burda afirmación de que no existe eso que llamamos “uno mismo”. Para ellos, la vida es, textualmente, como un baile de máscaras, una fiesta de disfraces en la que cada cual debe asumir el “uno mismo” que mejor le parezca en cada situación. ¡Qué pobre concepto del ser humano!

Los valores, las convicciones, los principios, los ideales, que constituyen el pilar desde el que se puede construir una personalidad propia y definida y un estilo de vida con razón de ser, sólo son ahora para mucha gente meras opiniones fugaces, tan mutables como una careta de carnaval. Es muy triste contemplar estas cosas en muchos jóvenes, que por naturaleza deberían ser calderos en ebullición, llenos de inquietudes por cambiar las cosas, por mejorar el mundo que les legamos. Y es indignante verlas en los servidores públicos.

Ya no se limitan a “cambiar de chaqueta” según soplan los vientos políticos. Ahora se cambian también la ropa interior. Antes estaban avezados en el feo arte del “donde dije digo, digo Diego”. La hueca posmodernidad les ha llevado más lejos o, mejor dicho, más bajo: “donde fui de tal forma, ahora soy de otra”. Así, de golpe, sin solución de continuidad, sin que tal cambio sea fruto de una maduración o evolución personal. Ahora me conviene “ser” así y, como me da la gana y me interesa, “lo soy” y punto.

Si antes era constitucionalista, porque me convenía, ahora me hago separatista, porque me conviene más. Si antes era antiabortista, porque en su momento me daba una identidad útil, ahora me hago el tonto con el aborto, porque me interesa más. Si antes disfrutaba viendo una corrida de toros, ahora me las doy de ecologista anti-fiesta nacional, sólo por eso, porque es “nacional”. Si antes creía que la educación es un ámbito en el que mandan los padres, ahora prefiero controlarla yo desde el poder. Y así con todo.

Con tanta incoherencia, los españoles vamos locos, despistados, perdidos. Cada vez sabemos menos a quién votar con cierta seguridad. Un convencido socialista vota al PSOE y se encuentra con que el programa electoral que secundó con su voto no se lleva a cabo y, en cambio, se malversa su voto para imponer multitud de graves temas que no figuraban en el programa. Un conservador vota al PP, creyéndolo portador de ciertos valores y luego se queda pasmado contemplando los vaivenes de sus políticos electos…

Es como comprar una entrada para la Traviata de Verdi y luego, al comenzar la función, ver que ponen en su lugar un concierto de Marilyn Manson. Lo peor es que muchos de los frustrados espectadores, ni abandonan el teatro, ni protestan, ni devuelven las entradas: se tragan el inesperado esperpento y vuelven a sacar entradas para la próxima función. Dicen que la democracia española es joven y que por eso falta determinación en el pueblo para actuar. Yo diría que más que joven, nuestra democracia es tonta del culo.

Yo no sé ustedes, pero por lo que a mí respecta, no pienso votar jamás a nadie que no me haya demostrado con hechos y de forma constante y coherente, que posee y ejercita los valores que considero esenciales. Como todo el mundo, quien escribe estas líneas comete innumerables errores, pero no se justifica cambiando sus principios, ni sus convicciones, ni sus valores. Puedo comprender, por tanto, que un político se equivoque. Pero jamás aceptaré que ninguno me tome por imbécil y malverse mi voto.

Los políticos –salvo honrosas y escasas excepciones- se han montado un Olimpo particular y han formado una casta privilegiada situada a años luz del pueblo. El “espectro político” se ha hecho irreconocible, con todos los colores mezclados en una confusa masa marrón. Tanto “transfuguismo axiológico” (de valores) hace imposible reconocer quién es quién, o quién será quién cuando le convenga. Hace falta en España una renovación política de tal calibre, que no sé si será posible. Lo que sí sé es que hay que luchar por ello.

Ellos verán. La gente no es tan estúpida como ellos piensan. Aletargada, eso sí, pero no idiota. Poco a poco, el pueblo (omito deliberadamente el término “ciudadanía”) se va dando cuenta de que los políticos y la política ya no van con él, sino que siguen su propio “rollo”, basado sobre todo en hacer cuanto sea necesario para perpetuarse a sí mismos en el poder. Ve cómo sólo las minorías que les bailan el nano son atendidas de forma privilegiada. En resumen: el pueblo comienza a estar hasta las narices.

Ante la percepción de tanto mercantilismo con los ideales, los principios y los valores, cada vez más descarado, puede suceder cualquier cosa, desde la continuidad de un resignado conformismo mientras todo se derrumba sólo, hasta una revolución que lo eche abajo por la fuerza. Espero que no suceda nada de esto. Confío en que el pueblo español sepa demostrar lo que en verdad vale y sea capaz de echar fuera del poder, con su derecho al voto, a toda esa recua de indignos charlatanes que lo creen suyo para siempre.

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.analisisdigital.com