El bien y el mal en nosotros

Francisco Rodríguez Barragán | Sección: Religión

En todas las conversaciones en las que surge el tema sobre la creencia y la increencia, inevitablemente, alguien dice que muchos de los que no creen son gente buena, mientras que muchos de los que se dicen creyentes no lo son.

Pienso que quizás los creyentes, cuya conducta no es coherente con su fe, son los culpables de que otros decidan no creer, pero en todo caso, habría que reflexionar acerca del hecho de que en nuestra naturaleza hay dos tendencias: una hacia el bien y la verdad y otra hacia el mal. Muchas personas pueden preguntarse, como San Pablo, la razón de no hacer el bien que quieren sino el mal que no quieren.

Nadie, salvo casos excepcionales, prefiere abiertamente el mal al bien. No obstante, vemos que el mal abunda en nuestro mundo y nos damos cuenta de forma inmediata cuando alguien nos hace mal, nos miente o nos perjudica, aunque quizás cuando somos nosotros los que perjudicamos a otros, fabriquemos multitud de razones para justificar nuestra conducta. El más viejo precepto bíblico dice: no hagas a otro lo que a ti no te agrada, que seguramente puede compartir cualquiera con independencia de su religión o sus creencias.

Nuestras acciones siempre buscan el bien, pero a menudo más que el bien, lo que buscamos es “nuestro bien”, que puede ser algo muy distinto. Quizás optamos por mentir, porque decir la verdad puede traernos complicaciones, quizás optamos por aprovechar la ocasión de ganancia, sin preguntarnos por su licitud o alegando que todo el mundo lo hace, razonamiento que sirve para todo, desde no rendir en el trabajo a defraudar a Hacienda, o a perjudicar a otros.

Creyentes o increyentes están sujetos a las mismas debilidades y el hecho de confesarme cristiano no me libra por ello del mal. Es más, el creyente tiene que pedir cada día que Dios lo libre del mal, de caer en la tentación y reconocerse pecador necesitado del perdón y la salvación. El no creyente, tiene que reconocer que también sufre la tendencia al mal, pero si vive con honestidad, no hay duda de que Dios lo salvará, aunque no haya creído, quizás por culpa de los que dicen creer y sus acciones son reprobables.

El problema del bien y el mal ha estado presente siempre en la reflexión de los hombres y se le han buscado multitud de respuestas. Desde los que mantienen que existen dos principios siempre en lucha, a los que creen que el mal es tan solo la ausencia del bien. A Rousseau se le ocurrió la idea de que el hombre es bueno por naturaleza, el buen salvaje, pero es corrompido por la sociedad. No existió nunca el buen salvaje como habría podido comprobar Rousseau si los caníbales lo hubieran incluido en su menú o los jíbaros se hubieran empeñado en reducirle la cabeza.

Creemos los cristianos que la creación entera es obra de Dios, que vio que todo era bueno, por tanto el mal apareció después como el loco deseo del hombre de ser como dios. Este es el pecado de la humanidad del que es necesario que seamos redimidos, pero la libertad del hombre permanece intacta frente a Dios, al que puede servir o pretende sustituir, decidiendo sobre el bien y el mal, lo justo o lo injusto, sin tenerlo en cuenta, convirtiendo delitos en derechos, determinando quién debe vivir y quién debe ser eliminado y otras cosas por el estilo, pero tienen que hacerlo disfrazándolo de bien deseable para la vida del planeta, para librar a las personas de engorrosas obligaciones o facilitarle un placer sin restricciones.

Si cada cual reflexiona, utilizando su razón, puede aproximarse a la verdad, aunque siempre habrá que admitir con Pascal que la suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.Analisisdigital.com