De aquí, a la eternidad
Alfredo Amestoy | Sección: Sociedad
Tengo un amigo que dice que ya no importa de dónde venimos ni a dónde vamos, sino “quién paga el viaje”. Se refiere al viaje de la vida, viaje corto y rápido al lado del otro: el que “va de aquí a la eternidad”. Pero de este viaje ya apenas se habla, ni siquiera al acercarse Todos los Santos y el Día de los Difuntos. Como mucho, se habla con eufemismos “como la vida después de la vida”.
Al perderse la fe en lo permanente y eterno, se ha perdido la esperanza en otra vida que guardaba la incertidumbre del premio o del castigo, dilema que mantenía valores como la caridad y la justicia, con la práctica de virtudes y renuncias que establecían las normas. Normas y leyes de las que parte del mundo cristiano –ahora tan secular y, pronto, tan laico– celebra haberse librado sin medir el alcance del vacío que va a producir esa libertad estéril y poco gratificante. No es ajena a otras culturas la idea de la culpa, pero particularmente adquiere relieve en la cristiana. Sobre todo, es en la católica donde la idea del pecado es consustancial con nuestra forma de comportarnos.
Orson Welles reveló, al fin de sus días, que le gustaba vivir en España –y aquí quiso que trajeran sus cenizas–, porque aquí todos los actos eran presididos y condicionados por la noción del pecado. Otro ilustre cineasta, Buñuel, coincidía, no sin cierta perversidad, en el atractivo que acompaña a la transgresión; el mismo que ofrece la altura para quien tiene vértigo.
La propia muerte, y qué decir de la ajena, al perder su carácter de puerta de entrada en otro espacio, en otra dimensión, se está convirtiendo tan sólo en puerta de salida. Exit es el término más utilizado en el mundo anglosajón para el tránsito: salida al vacío.
Una muerte sin el horizonte de el cielo que me tienes prometido, ni el miedo “al infierno tan temido”, es una pura extinción que, lógicamente, pone en marcha preocupaciones como la eutanasia y las asistencias que tratan de eliminar el dolor físico y el psicológico del fin de la existencia, que así queda al margen de “los novísimos”.
Muerte liberadora
La muerte, como liberación, no como castigo, era un sentimiento de acrisolado valor en la católica España, enriquecido con nuestra ascética y nuestra “mística”. Y tan alta vida espero que muero porque no muero, es paradigma de la perfecta eutanasia, de la buena muerte. Morir porque no se muere es la quintaesencia del abandono feliz de este mundo sin el dolor y el llanto con el que vinimos a él. Este planteamiento está en contradicción con los argumentos de una sociedad consumista basada en la creencia de que la felicidad es un producto que también se puede adquirir. El programa del hedonismo es incompatible con el mensaje de que, “aunque breve –La vida es una mala noche en una mala posada”–, nuestro viaje es a través de un valle de lágrimas. Se entendía que la vida era el necesario preludio de acceso a la felicidad eterna.
Los últimos datos, por los que hemos sabido que el 60% de los ciudadanos españoles están a favor de la despenalización de la eutanasia, evidencian la ignorancia ilusa de quienes creen que la eutanasia es una muerte sin dolor que se logra mediante la morfina u otras drogas, no un suicidio asistido que suele suponer la administración de la poción infalible en un acto bastante próximo al de quienes le suministraron a Sócrates la cicuta para que pu siera fin a su vida. Cicuta es precisamente el nombre de una sociedad norteamericana que promueve el suicidio asistido a los enfermos terminales.
Del aborto legal a la legal eutanasia, homicidio o suicidio legalizados, hay un paso. Bueno, sí hay una gran diferencia entre ambos: los no natos nunca podrán juzgarnos por lo que hicimos. Las futuras posibles víctimas de la eutanasia seremos nosotros mismos, jueces y parte, víctimas y verdugos. Y no olvidemos que en las culturas del Egeo se exterminaba a aquellos ciudadanos que superaban los sesenta años. ¿Qué edad se establecerá entre nosotros?
Algo huele a podrido en esta campaña a favor de la eutanasia. Se pretende terminar con el suceso más importante de nuestra existencia: ése en que se devuelve el alma a Dios, hasta el momento en que el alma demande unirse de nuevo al cuerpo en la resurrección de los muertos.
Naturalmente, creer en la resurrección de la carne, de lo que hacemos profesión de fe en el Credo, cada vez resulta más difícil. La incineración de los restos de nuestros seres queridos, que pronto igualará en número a las inhumaciones, no favorece ni la esperanza en la vida eterna, ni el culto a los muertos, ni el respeto a su memoria.
Ya no sólo se quiere terminar con lo que era el último viaje, sino que, con esa muerte, convertida en suicidio asistido, también pretenden suprimir una muerte –¿verdad, Lope?, ¿verdad Calderón?– noble y honrosa y, ya que hablan de dignidad, una digna despedida. O sea, que ya nadie paga este viaje. Y pocos, muy pocos, hacen las maletas. Y eso que es un viaje bien largo; tanto que para este viaje sí necesitamos alforjas.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega, www.alfayomega.es




