Crítica y rebeldía

Jorge Peña Vial | Sección: Sociedad

La tradición moderna hizo de la crítica su bandera de lucha. El imperativo era cuestionarlo todo, nada podía ser aceptado de modo conformista y acrítico. Los sólidos cimientos sobre los que lánguidamente transcurría la vida debían ser removidos. Crítica a la metafísica, a los desvaríos de la ciencia y la tecnología, a la religión, al capitalismo, al consumismo. Hay toda una tradición de esto desde Husserl y Heidegger hasta los representantes de la Escuela de Frankfurt con Adorno y Horkheimer (“Dialéctica de la Ilustración”), continuado a su modo por Habermas. Las palabras clave (liberación, ciencia, revolución) que a fines de los sesenta se proclamaban con altisonantes mayúsculas, ahora se pronuncian con vergonzantes minúsculas, han perdido su virtud mágica y operativa, de exaltación o exorcismo, y ya sólo las oímos degradadas y enfermas, obsoletas y ridículas en labios de Fidel o de su discípulo venezolano. El postmodernismo ha barrido ese temple valiente y crítico. El impulso a la rebelión ha sido asimilado y sus formas se han transformado en la sintaxis y la semiótica de la publicidad y la alta costura. La época del pensamiento crítico tenía un talante sociológico; la actual es una época psicológica de marcado carácter individualista. La principal preocupación es el propio yo y todo lo que le brinda placer y satisfacción: la religión del cuerpo y múltiples modalidades de autorrealización.

Este clima ha afectado a la formación de la juventud. Comprobamos su creciente domesticación y su reducido horizonte cultural. A lo más se extiende a la fiebre del sábado por la noche, aunque según se me informa, ahora el “carrete” comienza el jueves. Antes quien se emborrachaba era un “don nadie”, un paria, un inconsciente que daba las espaldas a las graves cuestiones sociales; hoy ocurre al revés y es práctica común. A la juventud se la adula, se la imita, se la “regalonea”, se la seduce, se la tolera, pero no se la exige y se le ayuda de verdad. Cuando se disponen de medios técnicos para poner al alcance de todos las grandes riquezas culturales, los jóvenes dispersan su vida en espectáculos, aficiones y entretenciones sin sustancia alguna. Los “grandes libros” son sustituidos por videojuegos, por la insulsa cháchara de la farándula o el “reality” de ocasión. Añoro la crítica marxista que dinamitaba esas formas burguesas y alienantes de cultura y no dejaba títere con cabeza, desde el Pato Donald hasta las consabidas tramas de las teleseries. El posmodernismo ha sustituido la justificación estética de la vida por lo sensorial e instintivo; todo lo demás parece insípido y represivo. El modernismo crítico tradicional, por osado que fuese, desplegó sus impulsos en la imaginación, dentro de los límites del arte. El arte aunque fuese subversivo de la sociedad, implícitamente se sujetaba a la racionalidad y a los límites estéticos de la forma, si no del contenido. El posmodernismo desborda los límites del arte, pasando a la vida. Antes el “pelucón” por bohemio y rebelde que fuese tenía un alto rendimiento cultural. Ahora cualquier pelafustán se viste e imita sus atuendos y gestos, pero su aporte cultural es cero. A la hora de hablar parece un primate de bajo rango, un verdadero inválido del habla, un baldado espiritual.

Cuando el desorden, la vulgaridad y el hedonismo se hayan instalado en las costumbres y se ha convertido en objeto de un nuevo conformismo, los amantes del orden y la razón se encuentran por fuerza arrojados al campo de los rebeldes, y el anticonformismo se puede aliar con el buen sentido. Es la verdadera rebeldía.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Mercurio