Nuestra ¿bicentenaria República?
José Luis Widow Lira | Sección: Historia, Sociedad
Me parece que la gran diferencia entra la Roma republicana y la Roma imperial está en el hecho de que la primera fue el resultado de las preocupaciones y ocupaciones de un pueblo (uso este término en sentido moderno y no en el que tuvo en la propia Roma antigua, pues incluyo dentro de él al Senado). La segunda, en cambio, fue el resultado de las preocupaciones y ocupaciones de un gobierno.
Me refiero al hecho de que durante la República existió un pueblo con las virtudes necesarias –esas que los romanos nunca dejaron de admirar aun en los peores momentos de su decadencia– como para subordinar sus intereses particulares a los del bien común. Esos viejos romanos estaban dispuestos a dejar sus propios negocios si el servicio público así lo requería. El caso de Cincinato es paradigmático. Estaban dispuestos a subsidiar las necesidades de la Ciudad con sus recursos. Estaban dispuestos a formar ejércitos y a sustentarlos de su propio peculio cada vez que algún enemigo amenazaba la Ciudad. Como decía Valerio Máximo, preferían ser pobres en una Roma rica que ricos en una Roma pobre.
Luego vino la crisis de la República que decantó en la forma imperial, que en estricto rigor, correspondía a una monarquía. Roma gozó de grandes emperadores y de otros que no lo fueron tanto. Pero aun estos últimos pareciera que tuvieron algo así como un instinto para seguir aumentando hasta donde se pudo la grandeza del imperio, no obstante su propia pequeñez. Esos emperadores, sobre todo los buenos, lograron en una medida importante esa grandeza. Sin embargo, muchas veces fue ya sin el pueblo –los ciudadanos estaban ahora más preocupados de sus propios negocios, y más que servir con ellos a la ciudad, se servían de ésta para mejorar sus propios y particulares beneficios– y aun otras, quizá, con su franca oposición. El hecho seguro es que, de varias maneras, tuvieron que transformarse en una suerte de dique que refrenara a los romanos en su atomizador individualismo.
A partir de estas consideraciones, creo, podemos sacar algunas lecciones para nuestra propia vida política.
No obstante de que el término República se ha usado para designar el régimen democrático, tiene también un significado más amplio: es el régimen en el que la cosa pública es el fin de los ciudadanos, precisamente porque entienden que su propio bien no es diverso ni se consigue sin el bien de la ciudad –de la sociedad–. La república, así, es el régimen en el cual la actividad está motivada por el bien común. En este sentido, República no se identifica con un régimen político particular, sino que es una característica general que debiera acompañar al espíritu de cualquier régimen, sea democrático, aristocrático o monárquico.
Señalo esto, porque en nuestros días existe la tendencia a pensar que por el simple hecho de vivir en democracia –cosa que, por lo demás, no es tan así–, o si se quiere, por ser una República, por una suerte de arte de birlibirloque los ciudadanos tendrían las virtudes necesarias para sacar adelante una vida cívica aceptable. Esto no es así. Tener un régimen de gobierno, cualquiera que sea, no significa ni asegura que la sociedad camine bien. La verdad es que quien conoce de historia suele ser bastante escéptico respecto de las capacidades que las solas estructuras sociales puedan tener para ayudar a la consecución del bien común, aun cuando, si existen buenos gobernantes, ellas sean de gran ayuda y para nada indiferentes respecto de las tareas concretas que sea necesario realizar. Tener un régimen democrático no es indicio de que tengamos ciudadanos interesados en el bien común. Menos aun si se trata de la moderna democracia, pues esta se construye, precisamente, como una forma de proteger intereses individuales como si el bien común no fuera más que una quimera o, aun peor, una herramienta de opresión.
Me pregunto, y espero no herir demasiadas susceptibilidades con la sola pregunta, si según el significado indicado del término no hubo más sentido republicano durante nuestros años de vida política monárquica e imperial, cuando dependíamos del rey español, que luego de nuestra emancipación. Creo que, en términos generales, durante los años de la mal llamada “colonia” hubo un claro espíritu “constructor”: Chile debía ser levantado. No puedo extenderme en esto, pero véase a modo de ejemplo el espíritu fundador de ciudades que existió en aquel tiempo y que luego, a partir del siglo XIX desaparece. Luego de la emancipación, la ahora oficialmente República tuvo décadas en los que ese espíritu, de la mano de Portales, pervivió. Pero, luego, desde el último cuarto del siglo XIX en adelante, ¿no ha sido nuestra historia la de un pueblo que, con altos y bajos, transita lenta pero con seguridad hacia un individualismo atomizador cada vez más enraizado en su alma?
Créanme que lo que digo no es por ningún tipo de añoranza de nada. Aunque algunos no lo crean, soy alguien que celebra el “18” con genuina alegría –aunque, por supuesto, eso no significa que piense que Chile parta su historia en 1810–. Lo que digo está motivado, más bien, por el deseo de advertir que si no nos preocupamos de plantar aquellas virtudes que no poseemos y de cultivar aquellas otras que ya son nuestras, especialmente en nuestros niños y jóvenes, nuestra vida republicana no será más que un fantasma. Si desean, llámenlas virtudes republicanas si es que con ello no se refieren simplemente a la adhesión a una estructura legal de corte democrático, sino que a aquellas cualidades por las que se integra armónicamente el bien común y el bien personal, precisamente porque éste se ordena a aquel. Su nombre más apropiado es el de virtudes cristianas, aunque no es el momento de explicar por qué.
En estas materias, siempre hay ejemplos que seguir. Un buen ejemplo, creo –no lo conozco bien–, es el del actual ministro de minería, que supo sacrificar su bien personal, sus ingresos, para dedicar un período de su vida al servicio público. Todo indica que en su caso, desde luego no se trata de ningún tipo de ambición personal disfrazada de servicio público, sino de genuina liberalidad e interés por el bien común.
Así, probablemente, hay muchos otros buenos ejemplos en muchas partes. Hay que seguir esos ejemplos. No para hacer lo mismo que ellos, pero si para aplicar su espíritu a lo que ya se hace o para comenzar a hacer aquellas tareas de bien común que se habían abandonado –o que nunca se hicieron–sea por negligencia sea por egoísmo.
Tenemos un sistema político mixto, en parte monárquico, en parte aristocrático, en parte democrático. Monárquico, porque es un régimen presidencialista. Aristocrático –aunque en concreto, quizá, lamentablemente, habría que decir oligárquico–, porque todas las llamadas democracias representativas son en realidad regímenes donde son algunos –los elegidos– los que gobiernan, y no el pueblo que los eligió, como a veces se quiere hacer creer. Democrático, porque todos los ciudadanos eligen con su voto a quienes ejercerán ciertos cargos públicos: Presidente, legisladores, alcaldes. Este régimen mixto lo llamamos, por las desviaciones ideológicas de nuestra modernidad, simplemente democracia. El problema, como decía, es que pareciera que el sólo hecho de que tengamos este régimen nos autoriza a despreocuparnos del bien común. Elegimos irresponsablemente a nuestras autoridades. Tantas veces nos desentendemos de lo que hacen hasta la próxima elección. No les exigimos lo suficiente ni menos colaboramos con ellos cuando lo requieren. Resolvemos nuestra vida situándonos en el oficialismo o en la oposición, y según eso obramos.
El problema es que si no estoy equivocado en mi análisis, significa que, entremedio de nuestras disputas partidarias o ideológicas, o siguiendo el camino de nuestro egoísmo, nos hemos olvidado de Chile y de su verdadero espíritu republicano.
Este 18 era, sin duda, para celebrar. Sin embargo, lo que ha de celebrarse, me parece, debiera ser aquella historia patria que, más allá de las fechas o de las dependencias o independencias políticas, recoge verdaderos testimonios de espíritu republicano que cada día debemos imitar y no simplemente recordar. No hay que hacer como los romanos del imperio, que entre las preocupaciones por sus propios negocios solo se dieron tiempo para recordar las virtudes de sus viejos antepasados republicanos, hasta que, en parte por eso mismo, despertaron un día viendo con horror que la Ciudad Eterna ya no existía más.




