Newman y el papel de los laicos en la Iglesia

Mons. Elías Yanes | Sección: Religión

Hace más de 150 años –en julio de 1859– apareció en The Rambler, la revista de jóvenes católicos de Inglaterra un artículo en el que John Henry Newman mostraba que en los tiempos de la herejía arriana hacía tambalear a muchos obispos, la verdadera fe católica fue salvaguardada en muchos casos por la firmeza de los laicos. Concluía él que el Espíritu Santo, garante de la verdad en la Iglesia, actúa de un modo especial en la masa de los laicos, “a la manera de un instinto enraizado en el corazón del cuerpo místico de Jesucristo”.

Cuando la Iglesia se pregunta si tal o cual punto es conforme a la fe, ella debe tener en cuenta lo que está vivo en el corazón del pueblo creyente. Newman concluye con una defensa del papel de los laicos en la Iglesia. Si no se espera de los laicos sino una fe totalmente pasiva, limitada a un conocimiento y a una experiencia cristiana rudimentarias, se llega más pronto o más tarde a “la indiferencia de la élite y a la superstición de los más simples”. En sus intuiciones sobre el valor de la fe del pueblo cristiano, Newman se movía ya en dirección de lo que en 1964 expuso el Concilio Vaticano II, LG 12.

Este artículo tuvo para su autor graves consecuencias. Algunos extractos, traducidos al latín, fueron enviados a Roma. Algunos sospechan que Newman ha caído en herejía. Newman se justifica en una carta que él envía al cardenal Wiseman, pidiéndole que la transmita a Roma. Pero el buen cardenal, ya gravemente afectado por una enfermedad, olvida cumplir el encargo de Newman y éste se sintió durante largo tiempo rodeado de una tácita desconfianza. En honor de la curia romana hay que decir que más tarde, cuando Newman por otro conducto hizo llegar una carta al cardenal Barnabo, éste quedó “como aterrado” y Newman se vio de golpe libre de toda sospecha.

Hay que situar este artículo de Newman en el contexto de lo que había sido para él, en estos años, su principal preocupación: la formación religiosa e intelectual de una élite de laicos que debían asegurar la apertura hacia el catolicismo en el mundo anglosajón. El año anterior, él había venido de Dublín. Como primer rector de la nueva universidad católica, él había realizado verdaderos prodigios en el espacio de ocho años. En sus admirables discursos sobre la finalidad y la naturaleza de una formación universitaria, él había descrito, analizado y justificado con profundidad y agudeza incomparables la tarea y el ideal educativo de una universidad. En sus conferencias como rector había aportado en aquella época una gran claridad sobre las principales cuestiones respecto a las relaciones entre la ciencia y la fe así como de la misión y vocación del intelectual católico. Él se había presentado siempre como el campeón de la libertad y al servicio de la fe y de la Iglesia. Estaba convencido de que la Iglesia tenía necesidad de una élite de intelectuales que realizaran en su espíritu la unidad entre la ciencia y la fe.

En su última conferencia a sus amigos laicos del Oratorio de Birmingham, había dicho: “He aquí que ha llegado el tiempo de hablar…Es necesario no ocultar vuestros talentos bajo un velo, ni vuestra luz bajo el celemín. Yo quisiera contar con laicos preparados, no arrogantes, ni impacientes ni querellantes, sino hombres que profesan sinceramente su religión, que se identifican con ella, que saben justificar su punto de vista, que conocen bien las verdades de su fe de las que pueden dar cuenta, que estén bien informados de la historia, que puedan defender estas verdades. Yo quisiera laicos inteligentes, bien formados… Yo espero que vosotros sabréis ampliar vuestros conocimientos, desarrollar vuestra razón y que aprenderéis a discernir la relación de una verdad con otra, a ver las cosas tal como ellas son, y a percibir los fundamentos y los principios del catolicismo”.

En el momento mismo en que Newman volvía a tratar en la revista Rambler de la formación de los laicos, Darwin publica su obra sobre el “Origen de las especies”. Aparecieron conflictos por todas partes. Muchos utilizaban la ciencia como arma de combate contra la religión. Newman sintió con más fuerza la necesidad de preparar a la Iglesia para el encuentro con la ciencia moderna. El punto de vista inicial de Newman era positivo. Él no miraba a la ciencia con desconfianza. Nadie podría detener su irrupción en la historia. En vez de intentar oponerse a ella frontalmente era necesario seguirla con simpatía, sin prejuicios. Un auténtico diálogo entre teología y ciencia, en una atmósfera de simpatía y objetividad, debía ser suficiente para ayudar a la ciencia a mantenerse dentro de sus fronteras.

Newman estaba convencido de que una fe personal esclarecida no tiene nada que temer de parte de la ciencia. La verdad no puede oponerse a la verdad. Encuentra ridícula la idea de que el método científico pueda descubrir jamás nada que contradiga un solo dogma de la fe. Una fe auténtica no tiene nada que temer de la ciencia, incluso cuando aparentemente las conclusiones válidas de la ciencia puedan aparecer momentáneamente opuestas a la fe. Cuando aparece un conflicto entre ciencia y fe, es necesario hacer un examen más profundo de la cuestión y comprobar si se trata de datos científicamente bien establecidos y por otra parte si la doctrina religiosa a la que se opone la ciencia, pertenece realmente a la revelación divina o más bien se trata de doctrinas que se confunden erróneamente con la revelación. Newman no se mostró ni escandalizado ni sorprendido ante la obra de Darwin.

Después de Newman, tanto la exégesis como la teología católicas y por otra parte el progreso científico, han atenuado el carácter dramático de estos debates, si el diálogo se establece entre interlocutores bien informados. Otra cosa es la posición de algunas filosofías de la ciencia que hacen del método de las ciencias experimentales o de la matemática la norma inapelable de toda certeza. Estas filosofías hablan de ciencia pero no son ciencia. Más grave es hoy el problema ético en el uso de la investigación y del saber científicos a la luz de la dignidad intangible de todo ser humano. La ciencia y la técnica son poderes cuyo uso está regulado por la ética.

Sigue siendo válida para la Iglesia hoy la intuición de Newman sobre la necesidad de un laicado bien formado, a la altura de nuestro tiempo.

Nota: Monseñor Elías Yanes es arzobispo emérito de Zaragoza. Este artículo fue publicado originalmente por Revista Ecclesia, www.revistaecclesia.com.