La ética del capricho
Max Silva Abbott | Sección: Sociedad
Cuando uno se adentra en el debate ético y jurídico contemporáneo –que a estas alturas está remeciendo las bases de nuestra cultura occidental, poniéndola, aunque muchos no quieran verlo, en serio peligro–, no puede dejar de apreciarse que aquello que los así llamados sectores ‘progresistas’ consideran bueno o correcto, depende, en general, de los deseos, incluso de los caprichos; y lo malo o incorrecto, de lo que molesta, incomoda o resulta difícil.
En efecto: como es difícil la fidelidad matrimonial, la ética del capricho y posteriormente el derecho, su fiel custodio, desfiguran el matrimonio, estableciendo el divorcio cada vez más fácil; como algunos prefieren sólo convivir, se estima oportuno regular las uniones de hecho; por lo mismo, las inclinaciones de otros hacen correcto abogar por el llamado ‘matrimonio homosexual’, con derecho de adopción incluido.
Desde otra perspectiva, como el no nacido puede molestar, la ética del deseo lo cosifica y el derecho de turno lo condena a una muerte sin juicio ni culpabilidad mediante el aborto; ya que los enfermos graves y ancianos no producen y estorban, la ‘ética de la compasión’ abre las puertas para que a la postre, otros decidan quién vive y quién no; ya que algunos quieren a toda costa tener un hijo, manipulamos embriones a destajo como si fueran un simple producto; como otros quieren sanarse por cualquier medio, terminamos experimentando con estos mismos embriones ya antes cosificados. Y así podríamos seguir con varios ejemplos más, como la droga (que tiende a justificarse cada vez más) o la pseudo religión en que para muchos hoy se ha convertido la ecología (que lleva a estimar más a los animales que a las personas).
En todos estos casos, la situación es la misma: lo que agrada es considerado bueno y lícito, mientras que lo que desagrada o es difícil, malo e ilícito; y además, se pretende imponer mediante el derecho este nuevo orden de cosas.
Se olvida, sin embargo, que si lo bueno y lo malo sólo dependieran de nuestros gustos, la vida sería mucho más simple de lo que en realidad es; porque en la mayoría de los casos ocurre exactamente lo contrario: que lo realmente bueno, lo que vale la pena, lo correcto, no coincide con nuestros caprichos, e incluso, usualmente se opone a los mismos. De ahí el conocido y sabio refrán según el cual, ‘lo bueno, cuesta’.
Es por eso que la ética (y a la postre el derecho) no puede emanar de los sentimientos, no sólo porque podría justificar algo absurdo o incluso peligroso, sino además, porque dichos sentimientos cambian como el viento. La verdadera ética (y el derecho) tiene, por fuerza, que descansar en razones objetivas, claras y comprobables, que es, precisamente, lo que busca la ley natural clásica.
Que muchas veces lo correcto no coincida con nuestros gustos, resulta evidente. Más lo que parece casi infantil, incluso demencial, es pretender lo contrario.




