Conciencia de culpa
Jorge Peña Vial | Sección: Sociedad
Al parecer ya no existen culpables. Constantemente vemos cómo se movilizan recursos, investigaciones y variadas disquisiciones para justificar y legitimar el mal cometido.
No hay nada de que avergonzarse ni tratar de ocultar. Ese intento pareciera ser el único mal. Se nos dice que debemos sacar las cosas a la superficie, no con el fin de humillarnos, sino sobre la base de que aquellos actos son muy naturales y corresponden simplemente a una distinta opción de vida. En vez de avergonzarnos debemos regocijarnos, y, en aras de esta nueva coherencia, incluso convertirnos en heraldos de una nueva moral, más flexible y adaptada a los tiempos, dado que cualquier asomo de culpabilidad es intrínsecamente patógeno.
Sin embargo, al intentar suprimir el sentimiento de culpabilidad hemos demolido uno de los baluartes del espíritu humano. Eliminar la hipocresía mediante la cancelación de la inclinación a ella es un contrasentido: la autenticidad de las personas que han caído más allá de la vergüenza es muy pobre, cínica y ridícula. Por el contrario, para el cristianismo es esencial recuperar el antiguo sentido del pecado. Si no, no entenderemos nada de nada porque nos faltará la condición básica para comprender de qué se está hablando. Las primeras palabras que pronunció Jesucristo en la tierra fueron: “¡Arrepentíos, haced penitencia!”. No sería extraño que un interlocutor de nuestros días le respondiera: “¡Arrepentirse! ¿de qué? y ¿por qué?, ¡Penitencia! no entiendo esa palabra”. Pero sabemos que hasta que no se tome viva conciencia de nuestra condición de pecadores y, por ende necesitados de redención, no dominaremos ni el abecé de su doctrina.
El delicuescente humanitarismo contemporáneo, movido por una falsa compasión e ingenua benevolencia, declara inocente al hombre de sus infamias a causa del contexto que lo obligó a proceder mal. Se utiliza fraudulentamente la ciencia para descubrir, bajo la apariencia de libertad, innumerables condicionamientos y determinismos biopsíquicos y socioculturales que terminan anulando toda libertad y responsabilidad. ¡Acaso es la sociedad que está en ti la que es culpable, pero tú eres inocente! Ya no hay culpables, sólo víctimas. Víctimas del sistema social y del sistema nervioso, del código genético y de la educación recibida, del ambiente familiar y de los traumas y frustraciones de la primera infancia, de la clase social y del sistema económico. El hombre es declarado inocente y es exonerado de toda culpabilidad.
Se comprende la indignación y cólera que suscitaba en Dostoievski este tipo de razonamiento. Sus personajes se desenvuelven en la miseria y pobreza más espantosa, asaltados por enfermedades de todo tipo, en la degradación moral y social; toda una galería de tísicos, borrachos, epilépticos y prostitutas… pero nunca los despojó de su libertad, ni siquiera en esas condiciones tan desfavorables y limitantes. Para él habría sido despojarles de toda dignidad. Ver los actos desde una perspectiva externa y atribuirla a las circunstancias, es no tener en cuenta la libertad que funda tanto la existencia misma del mal como la dignidad humana.
Se calumnia a la naturaleza humana al descargarla del peso de la propia responsabilidad para atribuirla al ambiente o a la situación histórica. El “talento cruel” de Dostoievski negándose a ver víctimas de la sociedad si no a culpables es mucho más respetuosa de la dignidad humana que esa falsa piedad. En “El hombre que quería ser culpable”, notable novela del destacado escritor danés Henri Stangerup, se nos muestra a su protagonista, un escritor que mata a su mujer a golpes, en un empeño paradójico: inútilmente intenta oponerse a un ejército de psiquiatras, psicoterapeutas, asistentes sociales y orientadores empeñados a toda costa en eximirlo de su culpabilidad.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.




