La religión, según Alexis de Tocqueville

Antonio R. Rubio Plo | Sección: Religión, Sociedad

Parece haber calado en amplios sectores de nuestras sociedades posmodernas que las ideas han muerto, que no cuentan y que cada persona tiene las suyas. Pero las ideas no han muerto, tal y como demuestran la práctica y la teoría de algunos gobernantes. La lectura de ciertos pensadores del pasado puede arrojar luz sobre unos tiempos no tan novedosos como se pretende. Uno de ellos es Alexis de Tocqueville, un aristócrata que, en el siglo XIX, intuyó el irresistible advenimiento de la democracia, algo que se habría producido aun cuando la Revolución Francesa no hubiera tenido lugar. Hace 175 años, se publicó la primera parte de su gran obra, La democracia en América, mezcla de descripción de la realidad de Estados Unidos y de discurso sobre el porvenir de las sociedades occidentales. En ella no faltan las referencias a la religión que, para este autor, no era un estadio superado por el progreso, sino un rasgo distintivo de la naturaleza humana.

La pretensión de reducir la fe al ámbito privado equivale a rebajarla a un mero sentimiento, algo ajeno al mundo real, a arrinconarla a la dimensión de lo mágico e irracional, y no sería razonable mostrar la fe en el espacio público. Tocqueville no habría estado conforme con este reduccionismo, pues no desligaba la religión de la vida práctica, a pesar de que llegó a confesar que no era un creyente, pues había perdido la fe en su adolescencia por medio de las lecturas de la biblioteca de su padre. Sin embargo, nada de esto le impidió ser toda su vida un hombre de búsqueda, eterno navegante entre dudas e incertidumbres, al fin y al cabo razonables, porque lo fácil es caer en la postura del hombre que se encierra en sí mismo y pretende resolver de forma autónoma las dificultades. Ése es un tipo de persona que cree que todo es explicable en este mundo y que no existe nada más allá de su inteligencia. Relativismo, en una palabra: uno de los rasgos de ese individualismo pernicioso, que a fuerza de querer ser racional termina en la paradoja de la ausencia de racionalidad, y que Tocqueville tanto aborrecía, sobre todo por ser muy proclive a obedecer ciegamente las opiniones de la mayoría. Y es que el imperio absoluto de la mayoría, según nuestro autor, marcaría la llegada de un nuevo despotismo, «que deja en libertad al cuerpo y oprime al alma». Habría que combatirlo, sobre todo con la palabra, y de modo especial con la libertad de prensa, indispensable para la supervivencia de la democracia. La situación en Estados Unidos, que tan bien conociera Tocqueville en 1831, le resultaba muy significativa al respecto.

Nueva persecución

El temor del pensador francés a la tiranía de la mayoría, de por sí voluble y cambiante, le llevó a hacer este juicio sobre la religión: «La religión fuerza al hombre a la acción y da libertad a su inteligencia, al disminuir su dependencia de las ideas generales de la mayoría». Palabras molestas para cualquier gobernante populista que vea en la religión una competidora, por mucho que el cristianismo perdiera o renunciara a los privilegios políticos de la época del Antiguo Régimen. Señalaba con acierto Tocqueville: «Los incrédulos de Europa persiguen a los cristianos como enemigos políticos más que como adversarios religiosos». Odian la fe como la opinión de un partido más que como una creencia errónea. Para evitar esta politización, nuestro autor tenía presente el ejemplo del modelo norteamericano que diferenciaba entre la esfera religiosa y la política, pues la Francia de la Restauración de los Borbones tuvo los días contados. Asociar a ella la religión, tal y como se hizo entonces, fue un error que la convirtió en frágil por haberse vinculado a un efímero poder terrenal.

Por lo demás, Tocqueville también era consciente de que el debate entre laicismo y religión, en el fondo, sólo busca sustituir una fe por otra. «La fe ha cambiado de objeto, no ha muerto». Y a esa nueva fe parece importarle más el ámbito público, donde estará omnipresente, que el privado, que parece destinar a las religiones. En el gran panteón de los individualismos caben toda clase de dioses, incluido el cristiano, siempre y cuando no se muevan de su hornacina. La nueva fe no tiene oídos para entender lo que señalaba Tocqueville de que ninguna religión como el cristianismo ha defendido, desde sus orígenes, la libertad y la igualdad. En cambio, disfruta con el formalismo y las adhesiones incondicionales. ¿No se parece a esa religión romana, en la que era más importante participar en una ceremonia pública quemando incienso, que creer en todos los dioses del Capitolio?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega, www.alfayomega.es.