La presencia de la Cruz y el sufrimiento de los inocentes

Susana Álvarez Sánchez | Sección: Religión, Sociedad

Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué?” (Carta Apostólica Salvifici Doloris, 9).

Con estas certeras palabras abordaba Juan Pablo II uno de los grandes interrogantes existenciales que han afligido al hombre de todos los tiempos: el misterio del sufrimiento humano, prueba irrefutable, para algunos, de que Dios no existe.

Otros optan por afirmar que “no es de fiar”, como el ilustre ateo Saramago, que definía de esta forma su opinión respecto al “Dios de la Biblia”: “No creo en Dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente fácilmente pasa a la intolerancia”.

Sin embargo, a algunos ateos tolerantes -aunque tal vez éstos no sean de los más tolerantes del mundo- les produce un gravísimo repeluzno y desasosiego avistar la presencia de la Cruz, y por ello, impulsados por la arrolladora corriente del laicismo beligerante, que no tolerante, han cuestionado ante los Tribunales su presencia en espacios públicos -como fue cuestionado Jesús ante Pilatos en las postrimerías de su vida pública-, y eso que el ilustre ateo Saramago también aseguraba que “hay que utilizar la cabeza para pensar, hay que respetar y valorar el legado cultural que recibimos y también que somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos; sin memoria no existimos”.

Parece ser que algunos ateos tolerantes -quizá no de los más tolerantes del mundo- no se han parado a pensar que la Cruz también forma parte de nuestro legado cultural y de nuestra memoria, y por ello no la respetan, ni valoran, ni toleran, empeñándose en hacerla desaparecer, como si con la eliminación de su presencia consiguieran suprimir a ese Dios que no existe, ajusticiando, al mismo tiempo, tanto al propio símbolo como a Quien entregó su vida en él.

Y si Dios no existe, todo está permitido”, proclamaba Iván Fiódorovich Karamázov, el hermano intelectual, inconformista y enigmático de la célebre novela “Los hermanos Karamázov”, que, angustiado por las tropelías perpetradas contra los niños, escandalizado ante las injusticias recaídas sobre los más pequeños, desgarrado por las atrocidades que el ser humano es capaz de cometer contra criaturas desvalidas, se rasgaba las vestiduras atormentado por el sufrimiento de los inocentes.

A diferencia del hermano Iván, los intelectuales progresistas de nuestros días parecen no rasgarse las vestiduras ni escandalizarse ante el sufrimiento de los inocentes, elevado ya a la categoría de derecho, y ante tamaño despropósito, nos quieren hacer creer -como declaraba la insigne ministra Aído el día de la entrada en vigor de la Ley del aborto- que uno de los objetivos de la citada Ley es “reducir el número de abortos”.

Algunos de estos niños abortados, víctimas del progreso de una Europa que repudia sus raíces cristianas, víctimas del laicismo beligerante que aborrece la Cruz de Cristo, serán aniquilados al modo en que lo fueron los primeros mártires de la Iglesia: cortados en pedazos -al modo del martirio de S. Ignacio de Antioquía, que murió despedazado por las fieras-, abrasados por envenenamiento salino -al modo del martirio de la niña Santa Eulalia, que murió quemada viva- imágenes espeluznantes que producen un gravísimo desasosiego, imágenes ante las que se vuelve el rostro, imágenes que algunos tratan de disfrazar de “derecho”, como disfrazan de tolerancia la aniquilación de la Cruz, en la que extendió sus brazos el Nazareno, la imagen más sublime de entrega generosa de la propia vida, aquel lugar donde tantas madres angustiadas podrían reconocer o encontrar al Autor de la vida, ante el acontecimiento imprevisto de un nuevo ser que comienza a gestarse en sus entrañas. La presencia de la Cruz, tal vez, interrogaría sosegadamente a tantas conciencias y voluntades -que libremente se dejasen interpelar por la imagen de Jesús de Nazaret colgado de un madero- que se podrían sentir impulsadas a mostrar a estas madres que no están solas, se podrían sentir impulsadas a acompañarlas en su sufrimiento, a recorrer con ellas el camino hacia el nacimiento de una vida que ya existe.

El laicismo intolerante pretende aniquilar la presencia de la Cruz en los espacios públicos, de modo que en el lugar donde antes se podía contemplar el símbolo de una fe que no se impone, una imagen de donación infinita -cuya presencia esperanzadora evocaría la posibilidad de no provocar el sufrimiento de más inocentes- solo quedará un silente vacío inmisericorde, carente de respuesta ante los interrogantes existenciales del hombre de todos los tiempos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.analisisdigital.com.