Educación de la sexualidad en el colegio

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Educación, Familia

La sexualidad no es algo que el hombre “tiene”, como una cosa de tal modo extrínseca a su ser personal que pueda ser concebida y ejercida de cualquier modo, sin afectar su cualidad moral y felicidad. Por el contrario, todo hombre “es” esencialmente su sexualidad (masculina o femenina, desde el mismo instante de la fecundación y durante toda su existencia), porque no es solamente su alma sino también su cuerpo. Es tan esencial en la naturaleza humana que podemos decir verdaderamente que todos los actos humanos, no sólo los físicos sino también los afectivos y espirituales (conocer, amar, sentir, estudiar, sufrir, divertirse, hablar, comer, etc.) tienen constitutivamente una dimensión sexual y son diversos en el modo en cuanto realizados por un varón o una mujer. Por otra parte, hay que reconocer también que en cada acto específicamente sexual está implicado el ser y la dignidad personal del que lo realiza, incidiendo para bien o para mal en su desarrollo perfectivo y felicidad. Un principio y dos conclusiones muy relevantes que es necesario pensar para educar bien en este ámbito de la vida humana.

De lo anterior se deduce que la educación del niño en esta dimensión de su naturaleza no es un área de formación diversa de su educación moral o forja del carácter, sino parte suya. La sexualidad debe verse en el contexto de la verdad integral de la persona humana, por lo que parece más conveniente, en lugar de la reductiva expresión “educación sexual”, hablar de formación de la persona en su dimensión sexual, esencialmente consistente en la formación moral niño, particularmente en la virtud de la pureza o castidad. Efectivamente, se trata de educación y no simplemente de instrucción biológico-sanitaria y sociológica sobre la sexualidad. El fin es la integración de la tendencia sexual en la unidad de la persona que permita entenderla y vivirla prácticamente en el orden del amor, como parte esencial del don de sí mismo.

Ahora bien, al colegio le corresponde cooperar con los padres en la formación de los alumnos en su dimensión sexual, pero lo suyo propio es enseñar la verdad universal de los principios de la sexualidad humana –la diferencia y complementariedad de los modos masculino y femenino en la naturaleza humana, el sentido esponsal del cuerpo humano, la finalidad natural del acto sexual, la ordenación de las tendencias sensibles por la fortaleza y la templanza, el pudor sexual y la castidad, el estado debilitado de la naturaleza humana y la necesidad de la gracia, etc.–, siempre en el contexto de la verdad filosófica y teológica integral de la persona humana. Debe también, si quiere ser coherente e incidir realmente en la formación de sus alumnos, velar por que los contenidos de las clases, el lenguaje y vestimentas, el modo de las fiestas y deportes, en fin, toda la vida del colegio manifiesten a la conciencia de los niños el valor de la pureza, la verdad y bondad de la corporeidad y sexualidad humana.

Pero lo que no debe hacer es procurar, o poner la ocasión, para que la particularidad y concreción de las inquietudes y vivencias de la sexualidad de los niños sea expuesta indebidamente y, menos aún, orientada por quien no corresponde. En otras palabras, el aporte propio del colegio es la formación en términos de principios universales, siempre en sentido positivo y mostrando el bien del orden de la sexualidad humana. Pero la educación de la vivencia personal de la sexualidad, la iluminación del modo concreto, gradual y absolutamente singular de aproximarse el niño a su personalísima vida sexual, corresponde sólo a sus padres (o a otro que, excepcionalmente, realiza de modo subsidiario y verdadero la paternidad). Nadie como ellos está naturalmente capacitado para realizar esa tarea.

La palabra que el niño debe escuchar es demasiado íntima para ser dicha por otro. Esta educación requiere un contexto de intimidad, de amor incondicional, de conocimiento de la individualidad y de los procesos propios de cada niño, que sólo en su hogar y de sus padres puede convenientemente recibir. Sólo la palabra verdadera y amada de sus padres, de aquellos por cuyo amor vive, arraiga profundamente en el corazón del niño y, por ello, sólo desde ella puede entender y juzgar convenientemente de las palabras que sobre este tema se dicen en el mundo. Nadie debe suplantar la profunda y singular autoridad de los padres ante la conciencia del hijo.

Si en el mismo hogar sucede que los padres no educan a sus hijos como a un grupo, sino a cada uno según su singularidad y ritmos propios, ¿cómo va a ser adecuado que se orienten vivencias particulares de la sexualidad y que se responda a las distintas interrogantes concretas de cada niño, hablándole al curso? La sala de clases no es el contexto para descender de los principios a las situaciones particulares de los alumnos, y mucho menos para enfrentar adecuadamente todo aquello que, naturalmente, surgirá como reacción o pregunta desde ellos. La experiencia indica que al presentarse estos temas inevitablemente surge la palabra del mundo, la vulgaridad del mal con toda su carga de oscuridad y desorden; y aparece también, impúdicamente, la realidad interior de cada uno, su propia vida personal y familiar. Por tanto, la intimidad y el pudor de cada niño exigen que no se cometa la violencia de tratar aquellas cosas fuera de su hogar. Además, dado que el tiempo en que la sexualidad aflora con fuerza en la conciencia de los niños (5° a 8° año básico) coincide con una gran diversidad de grados de desarrollo psico-físico entre ellos, ¿quién garantiza entonces que el niño escuche lo que le corresponde escuchar en ese momento de su vida y del modo exigido por su singularidad? Y, aunque el programa formativo fuese verdadero, coherente con la verdad del hombre, y fuese incluso bueno el que lo enseña y verdaderas sus palabras, en la medida que abaje la consideración a la subjetividad de la experiencia del alumno, será siempre la palabra de una persona que no corresponde y en un contexto que no corresponde.

La función del colegio consiste en cooperar en la obra educativa de los padres. Pero la ayuda debe ser en conformidad con el orden natural. No sería buena ayuda facilitar el desentendimiento de los padres en el cumplimiento de un deber tan importante para con sus hijos, suplantando el colegio lo que debieran hacer ellos. Si reconocemos que son los padres los que deben educar a sus hijos en su dimensión sexual, entonces lo conveniente sería moverlos y ayudarlos a que puedan ellos mismos realizar esta tarea, ofreciéndoles un buen programa de formación y la posibilidad, además, de que aquellos con problemas especialmente complejos en esta materia puedan acudir a profesionales competentes que el colegio podría facilitar. Por otra parte, conviene decir también que parece muy inadecuado que el colegio entregue esta formación a los padres junto con sus hijos, como dos alumnos frente a un tercero, si se quiere efectivamente preservar la autoridad de los padres y ayudar a que ellos eduquen a sus hijos.

Por último, hay que considerar que el buen propósito de subsanar las deficiencias educativas que en este ámbito puedan tener algunos alumnos por incapacidad o irresponsabilidad de sus padres, no debe implicar la vulneración del derecho legítimo que tienen los padres a que sus hijos no sean expuestos a circunstancias educativas objetivamente inconvenientes y que puedan perturbar la tarea formativa que realizan con sus hijos en la casa. En esos casos hay que orientar y ayudar en forma particular a esas familias, salvaguardando la primacía educativa de lo padres respecto de la singularidad personal de sus hijos, y el modo propio de educar el colegio en esta materia, que es sólo a nivel de principios (teológicos, antropológicos y éticos) conformes con la verdad de la sexualidad humana.