Utopía del desarrollo

Joaquín Fermandois | Sección: Política, Sociedad

El Presidente Frei Ruiz-Tagle repetía con tesón que Chile debería ser un país desarrollado para el Bicentenario. Al asumir Ricardo Lagos anunció exactamente lo mismo. Sebastián Piñera como candidato y ahora desde la Presidencia pone como meta el 2018 para eliminar la pobreza y alcanzar el desarrollo.

Alguien podría esbozar una sonrisa e ironizar sobre esta perpetua utopía latinoamericana, que sus dirigentes políticos desde siempre han puesto como meta, que juran y rejuran que ahora sí que es en serio. Aunque es difícil negar los pasos gigantescos que Chile ha acometido en los últimos 25 años, nadie que se asome a nuestra historia y a la del vecindario dejará de balbucear al menos una ligera nota de escepticismo.

¿Perseguimos un espejismo? Pareciera que la buena sociedad no consiste sólo en el desarrollo. La economía no es lo único que hace vivible nuestra vida.

Cierto, pero cuando se piensa en el país que deseamos, jamás se deja de mencionar al desarrollo económico como uno de sus pilares. Es parte ineludible de los objetivos políticos contemporáneos de cualquier administración.

Ante todo, ¿cuándo llamamos un país como “desarrollado”? Hay varias definiciones, aunque me parece mejor aquella que destaca lo social junto a lo económico. El ingreso per cápita —alcanzar 22 mil dólares— puede resultar engañoso: depende de qué logremos adquirir con esa cifra. En cambio, se podría decir que un país llega a ser desarrollado si una mayoría consistente y creciente puede ser considerada de “clase media”.

¿Qué significa eso? Se la puede caracterizar como una análoga a las clases medias de los países desarrollados. Se vive esa situación cuando casi todos los grupos sociales muestran un estilo de vida propio de las clases medias: ingresos que permitan un nivel promedio en esos países; una educación para todos que les posibilita mantener o incrementar su ingreso en el futuro; para ello la educación debe enseñar de manera eficaz a adaptarse a las camaleónicas variaciones del proceso económico (estamos lejos, me temo); jubilaciones que incluyan seguridad de salud que cubran lo fundamental de las necesidades modernas —de suyo siempre cambiantes—; que la última etapa de la vida no esté amenazada por el abandono material, y una tendencia a que todos los sectores muestren una esperanza de vida similar. De hecho, en este último sentido uno de los criterios para juzgar a una situación social como “barbárica” es si —digamos— el 10 por ciento de quienes tengan mayores ingresos cuenten con una esperanza de vida 20 años más que los que se sitúan en el 10 por ciento inferior de la pirámide de distribución del ingreso.

La desigualdad revela un estado de cosas que puede desembocar en tensiones sociales, pero no es la última palabra para medir el desarrollo. En cambio, cuando los diversos grupos convergen hacia la clase media, las sociedades han dado el brinco hacia ese desarrollo. Se requiere, además, un cambio social que refleje una transformación de actitudes que, junto a las políticas sociales, nos encaminen a una verdadera meritocracia. A veces se ha temido que un mundo de clase media podría carecer del fulgor de lo selecto, o que termine respondiendo a cánones de estulticia propios del consumidor perfecto, tal como nos lo propone la deidad de nuestro tiempo, la televisión. El ideal hacia el que podemos orientarnos con nuestro grano de arena consiste en que ese modelo de sociedad de clase media sea capaz tanto de absorber cultura popular como de mostrar ciertos ideales aristocráticos, en principio al alcance de todos. Sería el complemento cultural al desarrollo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.