El hombre actual, un inmaduro moral

Michael Mayne-Nicholls Klenner | Sección: Sociedad

¿Cómo es el hombre de hoy? ¿Qué es lo que lo caracteriza y distingue de los hombres de otras épocas? Si bien no hay dudas de que intentar dar una respuesta a estas interrogantes originaría una multiplicidad de opiniones, creemos, sin embargo, que sí se pueden consensuar algunos puntos. 

El influjo de varias décadas de vivir y desarrollarse bajo los preceptos del liberalismo –entre otras importantes influencias, como el pragmatismo–, ha traído consigo nocivas consecuencias a la hora de definir la personalidad y el talante moral del hombre moderno. Para Charles Taylor, vivimos en una sociedad que sufre una grave enfermedad, la que se manifiesta a través de dos graves síntomas: un radical individualismo y un consensuado –y expresamente aceptado– utilitarismo. El primero, la exacerbación del individualismo, es una típica y repetida actitud que se explica por un desenfrenado y todopoderoso narcisismo, que predomina sobre el hombre y termina, finalmente, gobernándolo.

El utilitarismo, por su parte, se caracteriza por una desproporcionada supremacía del valor de lo útil: lo importante de las ideas es que funcionen en la práctica, que sean eficientes. Es más, será bueno todo lo que funcione o sirva. El carácter utilitarista del pragmatismo ha liberado del análisis moral a los fines de cada acción o producción humana; lo que importa es sólo su eficacia inmediata. Para el hombre moderno, entonces, hay una relación directamente proporcional entre la utilidad de una cosa y su valor: mientras mayor sea su utilidad, mayor el valor que esa cosa –o persona– tendrá para él.

¿Más síntomas? El pragmatismo reinante nos ha conducido a una omnipresencia de la economía. La dictadura de los principios económicos, aquellos que han manufacturado a este nuevo homo oeconomicus, han inundado todos los aspectos de la vida humana, contaminando cada rincón de su realidad personal: los medios de comunicación, la ciencia, la cultura y las artes, la política y –lo que es más grave aún– la misma religión se encuentran invadidos por su influjo. La existencia humana termina, inexorablemente, jugándose en el mercado, por lo que se encuentra obligada a regirse bajo sus reglas. Esto ha provocado que el hombre actual peque de una excesiva valoración de la competitividad, el consumismo y el exitismo, características propias de la actividad económica; el problema es que éstas también se manifiestan liberadas de obligación moral.

Podríamos resumir todas estas características en una: el hombre moderno es un inmaduro moral. Pero, ¿qué significa ser moralmente maduro? Es necesario hacer algunas aclaraciones. Aquel que no ha alcanzado su maduración moral vive, en palabras de Juan Luis Lorda, esclavo de su egoísmo instintivo (1). La naturaleza humana vive bajo el constante influjo de sus inclinaciones naturales, de sus instintos y pasiones básicas; estas tendencias primitivas no son sino el resultado del despliegue de esa animalidad presente en cada uno de los hombres.

Tal como el resto de los animales, el hombre que se deja gobernar por sus instintos vive encerrado en su propio mundo, vive sólo atento a sus propias necesidades. Esto ocurre también con los niños, estos “hombre inmaduros” que se relacionan con su ambiente solamente si lo necesitan, es decir, en relación a la satisfacción de sus apetitos personales.

Ambos, tanto animales como niños, son seres que viven por y para ellos, que recorren su existencia encerrados sobre sí mismos. En esto consiste, precisamente, el egoísmo instintivo, en concebir el entorno como un mero medio para la consecución de sus deseos: todo se concentra, se justifica y agota en el  propio Yo de cada individuo.

Es evidente que un animal no está en condiciones de superar lo que sus instintos le indican. Tampoco puede el niño pequeño ir más allá de su egocentrismo, porque aún no ha desarrollado su inteligencia; no podemos pedirle más a ninguno de los dos, sería algo injusto, ya que aún no cuentan con las herramientas necesarias para lograrlo. Por supuesto, el animal no lo logrará nunca; sin embargo, distinto es el caso del niño: éste sí lo puede lograr, pero en el futuro, ya que aún no le corresponde la actualización de todas sus potencias intelectuales. El niño, por lo tanto, manifiesta una inmadurez que le es natural de acuerdo a su desarrollo, por lo que no es imputable moralmente a causa de ella.

No es éste el caso de un adulto. Decimos de un hombre que ha madurado, tanto intelectual como moralmente, cuando se ha dado cuenta de que no es el único, que no es el centro del mundo, el eje desde el cual gira todo lo que lo rodea; es maduro cuando adquiere una conciencia del otro, especialmente en lo que respecta a sus derechos. Aquel que ha desarrollado sus capacidades intelectuales es quien realmente logra salir de ese mundo acotado por sus instintos, quien ha superado ese encierro sufrido en sus primeros años. El hombre maduro es quien comprende que hay otros que comparten con él su entorno, y que, en cuanto poseen una misma naturaleza, comparten también las mismas necesidades. Es el despertar de su conciencia al sentido del deber: los derechos del otro se constituyen en su propia obligación.

El hombre puede, entonces, superar su egocentrismo infantil, abriéndose a la comprensión del mundo que lo rodea, así como de quienes lo componen. Es imprescindible que el hombre madure moralmente, ya que sólo así superará su animalidad y vivirá de acuerdo a lo que él es, de acuerdo a su humanidad.

Por el contrario, el que es inmaduro actúa, precisamente, como un egoísta, a la manera de un niño, controlado por sus caprichos, movido sólo en pos de la satisfacción de sus antojos primarios, y no por las tendencias propias de un ser de su especie (2).

Por esto decimos que el hombre moderno es un inmaduro moral: él no ha tenido la capacidad de salir de sí mismo, de dejar de preocuparse sólo por sus intereses; no ha podido –o no ha querido– superar esa marcada egolatría que hoy lo caracteriza. Lo peor es que cada día que pasa pareciera que avanza en dirección contraria. Tal como lo quería –y enseñaba– el funesto liberalismo ideológico, la sociedad se ha vuelto un mosaico de individuos divididos, profundamente aislados, de seres atomizados que no hacen otra cosa que atender sus propios asuntos, principalmente aquellos que tengan que ver con la protección de sus peculios privados.

Podríamos preguntarnos, entonces, ¿el exacerbado individualismo y egocentrismo del hombre actual, es un acertado análisis antropológico de la doctrina del liberalismo, o, al contrario, no es sino el inevitable resultado de la aplicación práctica de esos mismos principios? El corpus teórico del liberalismo, ¿no es causa del negativo aspecto que luce el hombre moderno? ¿No es, el tipo de sociedad que hemos construido en Occidente, la representación práctica del ideal liberal?




Notas:

(1) Lorda, Juan Luis, Moral, El arte de vivir, p.36.

(2) Esa revisión de su vida pasada que san Agustín realiza en sus Confesiones, no fue otra cosa que un golpe de madurez, el despertar de un ser que estaba completamente enfocado en sí mismo, para colocar a Dios y al prójimo en el lugar de mayor importancia, dejando de ser él el comienzo y el fin de sus acciones.