La identidad de la centroderecha

Gabriel Villarroel | Sección: Política

Es esencial que, paralelamente a la reconstrucción, el gobierno comience a impulsar los cambios prometidos en la campaña. Aunque el terremoto impuso sorpresivamente una agenda prioritaria ineludible, no debe perderse de vista que el gobierno fue elegido para otra cosa: promover valores culturales debilitados por la Concertación –el orden, el principio de autoridad, la probidad, la familia estable, el esfuerzo personal– y lograr una mayor eficacia en la gestión pública. Tampoco puede olvidarse que el terremoto no afectó a todo el país. Hay millones para quienes la reconstrucción es una tarea lejana y que siguen anhelando el cambio prometido. Así como esas, hay innumerables otras razones para no olvidar la agenda original.

Por lo mismo, aplaudo el inicio de una “etapa 2” en la que se impulsarán iniciativas distintas de la reconstrucción. Hay, eso sí, dos prevenciones cuyo olvido puede tener un alto costo.

Primero, no siendo lo único, la reconstrucción es lo más urgente. La ciudadanía tiene sus ojos puestos en la forma cómo se aborda la emergencia. La impresionante aprobación de Joaquín Lavín se debe a su eficacia en la normalización de las clases en las zonas afectadas. Si bien es comprensible el afán del gobierno por no quedar entrampado en la reconstrucción, es peligroso dar la impresión de que el inicio de la “etapa 2” supone dar prematuramente por terminada la “etapa 1”.

La emergencia no está superada. Subsiste una situación humana dramática que el invierno acentuará. Muchos le pasarán la cuenta al gobierno si no es eficaz en las soluciones y peor aun si, por estar en otra cosa, aparece como distante o desentendido de las víctimas.

Segundo, el gobierno puede tropezar gravemente si cede a la tentación, esbozada por algunos analistas, de intentar encarnar una “nueva” centroderecha que, ignorando convicciones muy arraigadas en ese sector, busque tomar banderas tradicionalmente promovidas por los adversarios. La pérdida de la propia identidad es lo peor en política. La mejor muestra es el patético espectáculo que brinda una Concertación sin rumbo, debatiéndose entre más o menos progresismo (con o sin DC), e intentando un tardío y triste acercamiento con el sindicalismo de cúpula.

A las ideas de la Concertación hay que oponer las ideas propias de la UDI y RN; al desorden de la Concertación, la unidad de esos partidos. Cometido ya el despropósito de los impuestos, la “etapa 2” no debiera incluir “diabluras” de contrabando, aunque brinden una efímera popularidad. Habiendo tantas medidas necesarias que van en nuestra línea y en las que estamos todos de acuerdo, ¿qué sentido tendría centrarse en otras que se apartan de ese ideario y causan división? 

La experiencia enseña. El gobierno está indisolublemente ligado a los partidos que lo apoyan. Por ello, el gobierno no debe ponerles palitos a los partidos con iniciativas que los tensen internamente o que pongan a uno en contra de otro. Es fácil no perderse. Por ejemplo: bien si simplificamos los trámites para crear empresas o vendemos La Nación; mal si nos centramos en reformas políticas que no le importan a la gente y pueden crear divisiones; peor aun si a algún iluminado en el gobierno se le ocurre tomar acciones en áreas valóricas que dinamiten la unidad de la Coalición por el Cambio

Hago un ferviente llamado al buen criterio. La distancia más corta entre dos puntos sigue siendo la línea recta. Vamos a lo nuestro. No tratemos de pasarnos de vivos esta vez. Es demasiado caro.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.