La Cultura de la Vida a lo largo de la historia
Luis Fernández Cuervo | Sección: Sociedad, Vida
Frente a la Cultura de la Muerte, poderosa en recursos políticos y económicos, que se impone por la fuerza con campañas millonarias y chantajes de ideas y de personas, se alza la Cultura de la Vida, aparentemente débil, sostenida sobre todo por su amor a la verdad y a las personas humanas.
La Cultura de la Vida nace del asombro, la admiración, la indagación de la inteligencia y el respeto por la naturaleza y por la vida. Existe esa cultura, al menos en germen, en toda persona que se maravilla y se alegra al contemplar el mundo que le rodea y cuanto en él hay de belleza, de bien y de misterio.
La Cultura de la Vida se asoma con respeto y admiración a cuanto encuentra a su alrededor y pronto descubre, volviendo la mirada sobre las persona humanas, que no somos sólo carne y materia física, sino que hay en todo humano algo muy superior, un aliento divino que le permite ir conociendo cómo son las cosas, lo que es verdad y lo que es bueno, y elegir libremente medios y fines para su propia vida, porque es cultura de espíritu y de libertad.
Las poblaciones humanas primitivas descubren que poseen espíritu cuando entierran a sus muertos con alimentos, bebidas y armas. Ese es el mensaje que nos dejan: el fallecido no ha muerto; su alma ha emprendido un viaje y por eso, ingenuamente, se le provee de medios de nutrición, de defensa y de caza.
Las culturas primitivas mezclan sus intuiciones espirituales verdaderas con elementos espúreos que oscurecen o distorsionan la verdad, envolviendo el conjunto en los mitos. Serán los grandes filósofos de la Grecia Clásica los que se atreven a separar la luz de la razón de los mitos religiosos existentes. Los dioses mitológicos van cediendo así su lugar al Ser Absoluto, el Único, el Acto Puro.
Un pequeño pueblo de pastores nómadas, Israel, insignificante dentro de las grandes culturas babilónicas y egipcias, aporta sin embargo un elemento decisivo a la cultura de la vida: Jahveh, “El que Es”. Ya no adoran ídolos divinizados, imágenes materiales, a veces zoomórficas. Todo eso es falsedad. Existe un solo Dios, creador de todo el universo y que otorga a Israel un Decálogo moral, universal y para siempre.
Pero tanto en Grecia como en Israel, los grandes hallazgos filosóficos y religiosos pronto se oscurecen, se ensucian, se traicionan. El espíritu humano, como dijo Platón, es un auriga que va guiando un carro tirado por dos caballos: uno blanco, que tira del carro hacia arriba, hacia el cielo, y otro caballo, negro, que tira del conjunto hacia abajo, hacia el suelo.
Entonces Dios se apiada del estado de la humanidad y entra, en el espacio y en el tiempo, y en tierras de Israel: Jesucristo. Con él nace el Cristianismo y la Cultura de la Vida encuentra su centro, su fuerza sobrenatural, su rumbo definitivo y su destino ultraterreno.
Es propio de la Cultura de la Vida, ya hecha Cristianismo, el signo de la Cruz, signo de contradicción y de escándalo para muchos, pero también signo matemático (+) de suma, de integración, de inclusión; no de división ni de muerte. Por eso en su desarrollo a partir del judaísmo, no destruye ni desprecia lo mejor del judaísmo ni de las grandes culturas imperantes: la griega y la romana. Es propia de ella la humildad espiritual. Por eso al asumir la cultura grecolatina, en todo lo que encierra de verdad, confesará que «somos enanos encima de los hombros de gigantes, por eso vemos más». Pero también es propio de esta nueva Cultura de la Vida purificar el amor y la justicia, desterrar de ellas el odio y la lujuria y herir, de muerte, a la esclavitud y a la opresión por motivos raciales o sexuales.
Los enemigos del Cristianismo, cuando la critican, olvidan que no es algo impuesto por la fuerza ni logrado en su totalidad. Es sólo un fermento que va actuando, poco a poco, a lo largo de la historia y dentro de las distintas culturas, saneándolas de sus impurezas y realzando lo mejor de ellas mismas. No abolirá de golpe la esclavitud, tardará siglos en hacerlo y todavía, en nuestro tiempo, lucha, pacíficamente, contra nuevas formas de esa lacra social.
En la cumbre cristiana de la Edad Media, la mujer adquiere un poder y unas libertades negadas anteriormente y vueltas a perder, con el Renacimiento, hasta nuestros días. Poder femenino medieval no sólo espiritual, sino también cultural, político y económico. Asombra pensar ahora en el poder político de Leonor de Aquitania, en el poder eclesiástico y territorial de algunas abadesas, como la de las Huelgas en Burgos (España), o en la influencia decisiva sobre el Papa de Santa Brígida y Santa Catalina de Siena.
La Cultura de la Vida no es una realidad terminada sino una fuerza espiritual que orienta a las personas hacia la verdad, la vida y el amor verdaderos. Vive actualmente sojuzgada, perseguida, casi arrinconada, por el poder mundial abrumador de la anticultura de la mentira, el egoísmo y la muerte. Y abundan los ciegos que no se dan cuenta de que esta anticultura, más tarde o más temprano, estrepitosa o gradualmente, sucumbirá para dar paso a una nueva Cultura de la Vida, donde los principios cristianos jugarán un papel primordial.
John Henry Newman –después Cardenal de la Iglesia Católica– justificó su conversión al catolicismo diciendo: «Saber historia es dejar de ser protestante». Hoy más bien habría que decir que saber historia es dejar de ser marxista, dejar de ser laicista anticristiano, fanático antinatalista, etc.
Una degradación moral semejante a la que ahora difunde la falsa Cultura de la Muerte ya se dio en el pasado: la caída y desaparición del Imperio Romano. En lo esencial, esa decadencia estuvo aquejada de los mismos males corrosivos que padece nuestro mundo actual: corrupción política y económica, destrucción de la familia con violencias, adulterios y divorcios, aumento de toda clase de perversiones sexuales, abortos o abandono de los recién nacidos, desorientación intelectual y pérdida del sentido religioso de la vida sustituido por tecnologías y libertinajes que son, en sentencia bíblica, «aljibes rotos que no pueden retener las aguas». ¿Qué «aguas«? –Las de la felicidad.
Mientras el Imperio Romano decaía, el cristianismo creció. La vida de los primitivos cristianos escandalizaba y repugnaba al degenerado mundo pagano. Los cristianos vivían y exaltaban la libertad con responsabilidad moral, la sinceridad, la lealtad, la castidad –incluyendo la virginidad de los jóvenes y la inocencia de los niños–, la fidelidad conyugal, la pobreza o sobriedad de vida, la laboriosidad, la honradez económica, la misericordia con los débiles y con los enfermos, el amor fraterno incluyendo el amor a los enemigos, la igualdad en dignidad y derechos de todos los seres humanos, hombres y mujeres, libres y esclavos, todos hijos de Dios y hermanos en Jesucristo.
¿Cuál fue la reacción del paganismo? Primero la calumnia, acusando a los cristianos de males que ellos padecían, entre otros la pedofilia. Cuando la campaña calumniosa no fue suficiente, se recurrió a la violencia, las torturas y la muerte, por las fieras en el circo o por otros medios crueles.
El Imperio Romano desapareció sustituido por los bárbaros, muy inferiores en cultura pero con una estructura matrimonial y familiar más sólida que la disoluta de los romanos.
Después del derrumbe del Imperio, el medioevo fue creciendo en vitalidad, alegría y optimismo. Recogió, copió y estudió los restos culturales del cataclismo y convirtieron y educaron a los bárbaros en el cristianismo. ¿Oscurantismo? Sí, el apagón de la luz romana. Los medievales comienzan en la oscuridad, pero fueron creando una poderosa luz creciente. La realidad histórica es que toda lo positivo de la civilización occidental fue hecho por la Iglesia Católica a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento.
A esos vilipendiados siglos le debemos, entre otras cosas, el impulso teológico para desarrollar la ciencia, la creación de los libros, las universidades, los hospitales, la burguesía, los gremios de artesanos, las ferias mercantiles internacionales, las Postas, las Ligas económicas, las letras de cambio, la banca, el capitalismo, la desaparición de la esclavitud –volverá con la conquista de América– una nueva literatura, un nuevo teatro, una nueva arquitectura y escultura. Pero, sobre todo, la dignificación, ascenso, libertad y poder social de las mujeres, que educarán al rudo caballero, le enseñarán cortesía y un nuevo modo de enamorar y de amar. Surgió así el amor «cortés«, que siglos más tarde lo llamaremos, con impropiedad, «amor romántico«.
¿De dónde surge este encumbramiento de las «damas«, ante las que le rinden honor, fidelidad y vasallaje, reyes, nobles y caballeros? En gran medida se debió a la creciente devoción a la Virgen María, la Notre Dame cuyas imágenes todavía nos sonríen desde la entrada o el interior de sus luminosas catedrales, construidas, con generosidad, por la fe y la unión de todas las capas sociales de la ciudad.
Ni las desviaciones sexuales, ni los abortos, ni el ateísmo, tuvieron relevancia en esta etapa de la Cultura de la Vida. Será un psiquiatra no católico, Erich Fromm, el que se atreverá a decir que el hombre medieval estaba más orientado en la finalidad esencial de su vida que los seres humanos de nuestros días, desorientados hasta la neurosis, el hastío o el suicidio.
Dante Alighieri, genio literario medieval, sentenciará en su Divina Comedia: «El único mal, el único fracaso irremediable es fruto de la libertad personal mal ejercida, de una vida moralmente mala y sin arrepentimiento». Ese mal lo difunde hoy la anticultura de la muerte.




