El amor y la impaciencia

Jorge Peña Vial | Sección: Familia, Sociedad

El amor no se da pleno y maduro de entrada. Debe superar la prueba del tiempo. Debe despojarse de mucho egoísmo, saber desprenderse de factores accidentales que lo acompañan (belleza, juventud, salud, posición), que pueden ser imprescindibles pero no constituyen la esencia del amor. Serán precisamente las pruebas, crisis y contrariedades las que harán que el amor se purifique y arraigue. Si bien el matrimonio es efecto del amor, en mayor medida la vivencia más profunda y real del amor es fruto de años de matrimonio. Pero para ello requiere superar la prueba del tiempo, necesita de purificación, pues sin ella el amor no escapa en el presente a la ilusión ni en el porvenir a la muerte.

En este sentido las creencias acerca del amor son también un componente real del sentimiento. No tiene la misma textura el sentimiento de quien cree que el amor es efímero, de quien piensa que está llamado a durar para siempre. Se interpretará de modo distinto la experiencia. El primero tenderá a ver en la dificultad o rutina un síntoma inequívoco de la evaporación del amor; el segundo obtendrá de esos obstáculos un estímulo para profundizar en el amor como donación más que como sentimiento embriagador. El amor verdadero florece poco a poco, tiene necesidad de tiempo, de rocíos, de lágrimas y de risas cotidianas, de horas oscuras vividas en común, de sucesivas revelaciones mutuas de flaquezas, de perdones otorgados una y otra vez.

Aunque así lo consideremos, nunca nuestro es pleno, contiene reservas. Nunca nuestro compromiso es total, mantiene reticencias, nunca nuestra generosidad es del todo desinteresada, conlleva cálculos. Es por ello que siempre cabe progresar en el amor, en la fidelidad, en la entrega. Pero el No, en cambio, siempre tiene algo de definitivo, radical y cruel, es un portazo. Por muchas que sean las dificultades mientras las puertas están abiertas, aunque casi entreabiertas, cabe cultivar todavía la esperanza de reabrirlas más, de reconstituir y de renovar ese amor. Pero el no es un portazo que de golpe cierra las puertas y quizá la esperanza. De allí la necesidad de cultivar una virtud esencialmente temporal y actualmente desconsiderada: la paciencia. Es la virtud que sabe contar con el tiempo. Evita las decisiones precipitadas de las que luego quizás nos arrepentiremos o nos obligue a cambiar el guión narrativo de nuestra vida. Goethe nos lo advertía: “Es una impaciencia que acomete de cuando en cuando al hombre y entonces le gusta sentirse desgraciado. Déjese pasar aquel momento y se tendrá uno por feliz con que exista todavía lo que existió durante tanto tiempo”.

Tomás de Aquino nos dice que la paciencia preserva al hombre del peligro de que su espíritu sea quebrantado por la tristeza y pierda su grandeza. Para Rilke lo imperdonable era la impaciencia: “Mira, tal vez iba a ser dentro de un momento, tal vez se enguirnaldaba ante el umbral el pelo, cuando tú diste el portazo. ¡Cómo cruza ese golpe por el mundo cuando el viento cruel de la impaciencia en algún sitio cierra una apertura!”. El mismo Rilke escribe: “Tomar el amor en serio y padecerlo y aprenderlo como un trabajo, esto es, Friedrich, lo que les hace falta a los jóvenes”. Y a Franz Kappus, el joven poeta, le dice que el amor a una persona es quizá lo más difícil que se nos impone, lo extremo, la última prueba y examen, el trabajo para el cual todo trabajo es preparación. Es que el amor verdadero y valioso es fruto y consecuencia del trabajo más que de la mera espontaneidad.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.