Destaque

P. Raul Hasbun | Sección: Religión

La divina Providencia suele permitir que determinadas personas, verdades o instituciones sean especialmente atacadas, dando con ello ocasión y estímulo para que sean especialmente destacadas.

Esta ley de “ataque y destaque” se cumplió a la perfección en la persona de Jesucristo, más tarde de su apóstol Pablo; en la verdad de la Encarnación del Verbo (dos naturalezas, una humana y otra divina, subsistiendo en una sola persona divina); y en la institución de la Iglesia, fundada sobre Pedro y alimentada nuclearmente por la Eucaristía.

Hoy está de moda atacar a la Iglesia católica, al Santo Padre Vicario de Cristo, y al sacerdocio célibe.

La frecuencia y virulencia de los ataques envuelve un reconocimiento: allí está el “enemigo” a vencer. Las personas de escasa fuerza intelectual y moral, las verdades que no muerden las conciencias ni impregnan la cultura, las instituciones que no dejan huella y se acomodan camaleónicamente al interés predominante ¿quién quiere desperdiciar su tiempo y su energía en denunciar su inconsistencia o lamentar su irrelevancia?

Atacar, con el mayor alarde publicitario posible y siempre disponible, a personas, verdades e instituciones marcadoras de rumbo y creadoras de historia, genera réditos para los atacantes. Se cuelgan del brillo y resonancia de sus atacados y succionan parte de ello para tonificar su escuálido protagonismo social. Es la antigua y sempiterna historia del parásito.

La Iglesia tiene un solo faro y parámetro para orientar su acción: la voluntad de Dios, que se revela en la Sagrada Escritura y Tradición, en la Creación, en la conciencia moral y en los signos del tiempo. En esa agenda, en ese mapa de ruta no hay lugar para acomodaciones ni mutilaciones ni falsificaciones ni silencios de encubrimiento del mal.

Los Evangelios relatan con sencilla y descarnada naturalidad los pecados y torpezas de los primeros elegidos por Cristo para ser sus apóstoles. Les prometió asistencia, fortaleza, misericordia ; nunca impecabilidad. Cuando caían, lo reconocían, pedían perdón y reanudaban la tarea con el corazón purificado de la malsana soberbia o de la ingenua presunción. Ni ellos, ni sus sucesores cayeron en la trampa de adaptar el Evangelio a su pobre realidad. Fueron enviados a sublimar la realidad con el poder resucitador del Evangelio.

Por eso el mundo le reconoce a la Iglesia el más potente liderazgo moral y se inclina ante su ejemplo de coherencia testimonial hasta el martirio.

Los ataques mediáticos de moda confirman lo que Dios quiere que se destaque: la autoridad sabia y valiente del Vicario de Cristo, la fecundidad multisecular del sacerdocio célibe y el jurado rechazo de la Iglesia a toda complicidad con la mentira.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl.