¿Por qué leer clásicos literarios en el colegio?
Sebastián Díaz G. | Sección: Educación
Es común preguntarnos por la utilidad de las cosas que estudian nuestros alumnos.
La respuesta obvia que dará cualquier profesor, si realmente ama lo que enseña, es que su materia no se aprende por su utilidad, sino porque es algo bello a lo que vale la pena dirigir nuestras potencias. La teología, la filosofía, la literatura, la música, la matemática, las ciencias naturales, la historia, la estética y todas las demás ciencias sólo se pueden estudiar en serio si se estudian libremente, y no siervas, esclavas, útiles para alguna otra cosa que se considera realmente importante (como entrar en alguna carrera, tener éxito profesional, desarrollar tal o cual habilidad o competencia, etcétera).
Esta respuesta nos muestra algo bueno y cierto, pues no lograremos amar el estudio ni actualizar nuestras potencialidades, si no amamos aquello que estudiamos. Sin embargo, no responde aquello que se preguntó. ¿Cuál es la utilidad de estudiar tal o cual materia?
Es una pregunta lícita, y de hecho en gran medida es para lograr ciertos fines en los estudiantes que se eligen los contenidos concretos de un plan de estudio. Los padres harían muy mal si no se preguntaran ¿por qué mi hijo pasa horas sentado haciendo ejercicios de suma de potencias? ¿por qué ha estado tres meses leyendo el Quijote?
Algunas materias tienen respuestas obvias. La matemática, bien estudiada, otorga orden mental, método, perseverancia (y además ayuda a estudiar ingeniería, negocios, medicina). La biología forma la conciencia del orden interno y externo de la vida corpórea, permitiendo entender y dominar el mundo natural, al igual que la física (y además permite estudiar medicina, odontología, etcétera).
En el caso de otras materias, la respuesta no aparece tan clara y distinta. Es el caso de la literatura y, sobre todo, de la lectura de los clásicos.
Éstos, los libros pertenecientes al canon de la literatura occidental, son blanco de incomprensión (“¿Por qué se sigue leyendo el Lazarillo de Tormes, habiendo tantos libros más nuevos?”), cuestionamientos (“Esos libros son muy aburridos y largos: no ayudan a los niños a sacar buenas notas”) o incluso críticas lapidarias (“¡No puedo creer que sigan leyendo el Quijote! Lo único que consiguen con eso es matarle a los niños el gusto por la lectura”).
Detrás de todo eso, que al profesor de Literatura, que ama lo que enseña, le cae naturalmente mal y tiende a despreciar, hay una pregunta legítima: ¿Por qué mi hijo debería estudiar esto, que es tan distante, tan arduo, tan complejo, pudiendo dedicarse a cosas que le gusten más y le servirán, de igual modo, a mejorar sus habilidades comunicativas?
Incluso hay muchos lugares en los que se ha oído estos argumentos y los clásicos han pasado al olvido. Nosotros creemos que las respuestas son tan contundentes, que, desde La Odisea hasta Crimen y Castigo, los grandes libros deben, si cabe, ocupar un lugar cada día más importante en los planes de lectura escolar.
La pregunta inicial por la utilidad debe, sin embargo, tener en cuenta que lo principal es que el objeto de estudio es digno de todo el amor y el esfuerzo que le dedicamos. No hay que perder de vista la primera reacción de ese profesor que ama a tal punto a Cervantes o Sófocles, que no puede disimular que la pregunta por la utilidad de ellos le disgusta. Salvado esto, procedemos a dar una respuesta general y posteriormente a dar una respuesta que es parcial, pero manifiesta algo importantísimo que suele pasarse por alto.
En primer lugar, como respuesta general, podemos decir que la lectura de los clásicos representa un esfuerzo de perseverancia que implica varias virtudes, como la estudiosidad, la fortaleza, el orden e incluso la planificación (porque la Odisea no se puede leer el día anterior a la prueba).
Por otro lado, la dificultad de los textos, dada tanto por su complejidad temática como por el estilo y el vocabulario con el que están escritos (muchas veces, castellano antiguo, o traducciones literales del griego, por ejemplo), genera que quien se hace capaz de leerlos pueda enfrentarse a cualquier texto sin problemas.
Incluso se sabe que la lectura ardua genera el establecimiento de capacidades cognitivas biológicas (desarrollo de la conectividad de ambos hemisferios del cerebro a través de circuitos neuronales que implican, además, al hipotálamo) que son muy útiles para la socialización de las personas. Y eso no se adquiere de muchos otros modos.
Sin embargo, una utilidad de la literatura que normalmente no se tiene en cuenta, nos parece realmente interesante: en el sentido más profundo, la literatura es compañía. Por esto la buena literatura es una gran arma para entregar contenidos éticos en el colegio.
Es difícil imaginarse para un adulto lo sola, solitaria, que puede ser la existencia de un niño que vaya en contra de la corriente. Y sucede que actualmente la corriente del mundo es una corriente sin virtudes, sin fundamento y sin vida interior.
Para leer el niño necesita concentrarse, salir de sus problemas, de las decisiones que tiene que tomar y meterse de lleno en el mundo de la obra elegida. Esto sucede con todas las lecturas.
Muchas veces, los niños y adolescentes se sentirán acompañados emocionalmente por los personajes, se identificarán con ellos y sufrirán una especie de catarsis a través de la lectura. Esto, en el mejor de los casos, sucede con mucha literatura infantil y juvenil, y no solo con los clásicos.
Pero, cuando lee los grandes libros de la literatura universal, el alumno se encuentra con los problemas, y de paso las soluciones, que han dado trabajo, durante miles de años a algunos de los grandes espíritus de la humanidad. Algunos ejemplos:
Al leer la Odisea, es fácil que un niño se reconozca en Telémaco y Ulises, padre e hijo que luchan por preservar la familia y sus bienes. Las dificultades, morales y físicas, no los abaten, y perseveran hasta lograr el encuentro y salvar a la madre. Que un niño vea que veinte años, una guerra, un par de dioses enojados, una decena de monstruos, una ninfa, una hechicera y una princesa, no fueron capaces de separar una familia, le muestra mucho.
Antígona, protagonista de la tragedia homónima de Sófocles, es una princesa a la que su tío, tirano de Tebas, ha prohibido enterrar a su hermano. Ella desobedece porque, según dice hay “leyes divinas, que son más altas que las humanas y según las cuales me han de juzgar en la próxima vida”. Y eso puede ser más importante que muchos consejos, exhortaciones o incluso clases de política para un lector empático.
Podríamos seguir por páginas y páginas: la determinación de Don Quijote al enfrentar a los gigantes y brujos que raptaban princesas, a pesar de la incredulidad de todos, es un ejemplo difícil de igualar; el arrepentimiento de Fausto, con todos sus matices patéticos y románticos, pero que finalmente lo salva; la inmensa misericordia del humilde corazón de Sonia, en Crímen y castigo el único salvavidas del querible Raskolnikov, que finalmente se salva gracias a él. Etcétera.
Un caso especial parece ser el relativo al pudor. La cantera literaria de la primera mitad del siglo XVII, tanto del Teatro isabelino como el del Siglo de oro español, parece infinita en lo que respecta a mostrar las consecuencias de los actos malos y los vicios. Pero, por sobre todo, es capaz de inscribir con fuego, como pocos modos lo consiguen, la lección respecto al pudor, la honra y la castidad.
Para terminar, y a modo de ejemplo, citaremos un parlamento compuesto por Cervantes para una de sus novelas ejemplares. Preciosa, la gitanilla más linda y prudente que hubo nunca, respondía a los embates amorosos de un caballero:
“–Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y, aunque de quince años (que, según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la esperiencia. Pero, con lo uno o con lo otro, sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y, pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá, abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se vee ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida, y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad que, a ser posible, aun con la imaginación no había de dejar ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Éste la toca, aquél la huele, el otro la deshoja, y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra, pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos; y, tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato, y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo deste noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no habéis de tocar un dedo de la mía.”
¿Quisiéramos esta compañía para nuestras hijas y alumnas? Quizás valga la pena el esfuerzo.
Nota: Ete artículo fue publicado originalmente por el Colegio San Francisco de Asís, http://www.colegiosanfranciscodeasis.cl




