¡Cuánto ha sido oída aquella súplica!

Jaime Antúnez Aldunate | Sección: Religión

Abril 2005, en la atmósfera aún fuertemente latente de la partida de Juan Pablo II, es elegido y asume como nuevo sucesor de San Pedro el cardenal Joseph Ratzinger, quien toma el nombre de Benedicto XVI. Nadie que haya prestado atención a esos acontecimientos podrá olvidar aquella petición suya formulada en el memorable discurso inaugural del pontificado: “¡Rogad por mí, para que, por miedo, no huya de los lobos!” Oración que evidentemente no pasa desapercibida, que deja profunda huella y que asimismo nos lleva hoy a exclamar con profunda gratitud: ¡Cómo ha tenido esto cumplimiento! ¡Cuánto ha sido oída aquella súplica!

No tiene sentido resumir en el breve espacio de un artículo editorial la magnitud e importancia de la inmensa tarea magisterial que hemos contemplado en los pasados cinco años. La opinión pública razonablemente informada ha podido continuamente observar a un Papa que, con la mirada mansa, profunda y perceptiva hasta el detalle, avanza sin ceder un milímetro a esos lobos de los que pidió no tener miedo. No se ve en ello ni el más mínimo atisbo personal y sus pasos rápidos y suaves no hacen sino recordar, a cada momento, otra de las afirmaciones inolvidables que escuchamos en aquel discurso inaugural: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino es ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. (…) Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría”.

Alegría que, no obstante, como muchas veces ha pasado en la historia remota y reciente de los Sumos Pontífices –recuérdese a Pío XII, Pablo VI, Juan Pablo II–, se ha tornado en una renovada Pasión vivida por la persona del Dulce Cristo en la tierra. Pues, como rememoramos en el triduo pascual, Aquel que sufrió desde antiguo en Abel muerto, en Isaac atado, en Jacob peregrino, en José vendido, en Moisés incomprendido, en David perseguido, en los profetas vilipendiados, sufrió también en Pedro crucificado. Y vuelve a sufrir hoy en este su sucesor –si bien lo acompañan  las oraciones de toda la Iglesia– cuando un poder cultural, político y mediático aparentemente incontrarrestable pone en él su mira, con furor y armas más insidiosas que las hasta ahora conocidas, convirtiéndolo en el foco de una inmensa y desquiciada ola de odio. Hora ésta en que resuenan de nuevo en nuestros oídos las Lamentaciones por Jerusalén, figura de la Iglesia: “¿Es ésta la ciudad más hermosa, la alegría de toda la tierra? Se burlaron a carcajadas de ti todos tus enemigos, silbaron y rechinaron los dientes diciendo: La hemos arrasado; este es el día que esperábamos. Lo hemos conseguido y lo estamos viendo”.

Sin dar lugar a razones por las que hubiese de temer a dichos enemigos, ni a los externos ni a los internos, el piloto de la nave –podemos constatarlo a diario– mira el descomunal y agitado oleaje sin perder la confianza. A contrario sensu, llama por estos mismo días a su grey con fuerte voz “a agruparse en la cordada” y, haciendo memoria de uno de sus más queridos maestros, San Buenaventura, muestra que el gobierno en la Iglesia no es “sencillamente un hacer, sino sobre todo pensar y rezar”, recordándonos que la Esposa de Cristo dirige su andar “no sólo mediante mandatos y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo”. Así es cómo, al tenor de sus palabras inaugurales, será entonces Él mismo [Cristo] quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia .

Para entender bien lo anterior, a la persona del Pontífice y su momento, pocas palabras tan justas y elocuentes como las que le dirigió su Secretario de Estado, Cardenal Tarcisio Bertone, el día de su onomástico: “Quien le conoce de cerca, Santidad, se ve impulsado a considerar que existe cierta semejanza entre usted y su patrono, san José (…).  El custodio del Redentor, en efecto, era un hombre dócil y humilde, amante del trabajo discreto y asiduo; era un ‘hombre justo’, siempre atento a comprender y a seguir la voluntad de Dios en su vida; vivía totalmente entregado al servicio de la Virgen María, su esposa, a la que amaba más que a sí mismo, y del Hijo Jesús, en quien reconocía y adoraba la presencia de Dios, que vino a visitar y salvar a su pueblo. Podemos reconocer cada uno de estos rasgos en la persona de vuestra Santidad, como si, al llevar el nombre de san José, hubiera sabido imitarlo, asimilando su estilo espiritual, hecho de actitudes interiores y que se reflejan también exteriormente. Y, en efecto, pensamos que es así, gracias a una familiaridad interior cultivada en la oración”.

Desde el último discurso que pronunció como cardenal de la Santa Iglesia en la montaña del Subiaco –”sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres” –”hasta la recién pasada bendición pascual –”hoy la  humanidad necesita un ‘éxodo’ que consista no sólo en retoques superficiales, sino en una conversión espiritual y moral [que] pide cambios profundos, comenzando por las conciencias”–  hay una línea consistente en la voluntad de reforma eclesiástica de Joseph Ratzinger, discernible desde su lejana juventud como teólogo del Vaticano II, seguida como arzobispo y luego como prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Sanar los corazones y alumbrar las conciencias no se consigue sólo con medidas disciplinarias; su propuesta actual de un camino de dolor, penitencia y arrepentimiento, en un trasfondo de luminosa claridad doctrinal, esperando de ello una cosecha abundante de gracia, revive así la vía maestra en la historia de la Iglesia.

El Papa Benedicto XVI tiene conciencia como nadie de que Cristo, según la expresión de Pascal, está en agonía hasta el fin del mundo. “La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el Sábado Santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio mundo –que debería alabarlo con millares de voces–, la impotencia de Dios, a pesar de que es Todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo”, escribía hace más de cuarenta años, en la Pascua de 1969, para una meditación sobre ese segundo día del triduo, que se tornó luego famosa. No arranca sin embargo de allí un espíritu de derrota, sino al contrario, de esperanza; una esperanza que debería penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo, afirma. Pues no es ésta, la de la Iglesia, una mera religión del pasado sino también del futuro: “su fe es, al mismo tiempo, esperanza, pues Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino el que ha de venir”.

De ahí también la profunda paz de su plegaria que implora le sea concedida “la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando Tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente” (Cf. Meditación sobre el Sábado Santo, en Humanitas n° 5).




Nota: Este artículo al editorial del presente número de la Revista Humanitas, publicada por la Pontificia Universidad Católica de Chile.