Repensar el discurso de la derecha postindustrial: El referente moral

Jose Luis Orella | Sección: Política, Sociedad

La sociedad postindustrial, utilizando el término que desarrolló el sociólogo Alain Touraine, con sus profundas transformaciones provocadas por la globalización, planteaba nuevos retos a lo que los partidos tradicionales no podían responder. Las nuevas respuestas eran hijas de su tiempo, pero también respondían a imaginarios distintos. La crisis del Estado de bienestar, el multiculturalismo por la presencia de millones de inmigrantes, la caída del comunismo en la Europa central, la ausencia de compromiso de las personas, el miedo a la perdida de identidad, la inestabilidad laboral han sido elementos que han ido modelando nuevas circunstancias que los protagonistas políticos generalmente han querido evitar.

Por un lado, el relativismo moral en el que vivimos, y el nihilismo filosófico de la cultura moderna occidental son las que marcan las características de nuestra civilización. La ausencia de compromiso y de fidelidad a unos valores absolutos produce una desorientación que influye de manera negativa en el modo de vivir de nuestra ciudadanía más joven. Conceptos como libertad son entendidos de manera equivocada, la libertad no consiste en hacer lo que nos apetece, sino en tener derecho a hacer lo que se espera de nosotros. Con este sentido, el ciudadano debe interpretar la democracia de un modo diferente a como lo hacen el resto de sus conciudadanos.

La democracia no puede sostenerse sin partir de un compromiso con los principios morales de la persona y la comunidad humana. Cuando el relativismo moral se absolutiza en nombre de la tolerancia, los derechos de la persona son violados sin problema por haber carecido de una defensa pública de los valores absolutos. Pero la ausencia de valores absolutos en la sociedad obliga a sus miembros más jóvenes a buscarlos en otros sitios. De este modo, la nación, la raza o el partido se convierten en fines absolutos que demandan una entrega ciega de su libertad de decisión. En este sentido, la asunción de un discurso identitario que repela la diversidad de las personas, la pluralidad de las opiniones y defienda la uniformidad de una sociedad anclada en las supuestas imágenes de un pasado legendario que no existió, plantea al ciudadano indeciso una alternativa de pertenencia y hacer comunidad. Estas asociaciones étniconacionalistas tienen como origen nutricio a los primitivos nacionalismos decimonónicos del romanticismo. Nacionalismos labrados en un mundo rural idealizado, donde el mantenimiento de la lengua vernácula permitía mantener inmunizada a la comunidad de los peligros decadentes del mundo urbano liberal. En la actualidad, el desconocimiento del pasado provoca el miedo al futuro, y obliga al despistado habitante de nuestras cosmopolitas ciudades, a reencontrarse con sus raíces olvidadas.

La Europa germánica y escandinava con un alto desarrollo económico, destila movimientos de resistencia que plantea la defensa de sus niveles de vida ante la llegada de colectivos del tercer mundo, a los que se ve como invasores e inasimilables por su cultura. En la Europa mediterránea, donde los micronacionalismos se hacen eco de estas mismas posturas, contrastan con los movimientos de ámbito nacional que se basan en la defensa de unos principios morales troquelados por la cultura católica y un concepto de patriotismo ciudadano que tiene su origen en el concepto de ciudadanía romana. Un concepto patriótico que choca con el romántico que impera en el norte de Europa y en los micronacionalismos del sur, que tienen su ser en la irracionalidad de lo sensitivo. A su vez la Europa postcomunista recuperaba su personalidad hace veinte años y se integraba en el proceso europeo. La recuperación de las libertades, después de una dura tiranía comunista, ha conformado unas sociedades muy distintas a las occidentales. Los movimientos de liberación han tenido su origen en los grupos resistencia que fueron los custodios arcanos de la tradición nacional durante esas décadas de feroz represión comunista. Es la causa por la que los ciudadanos del Este no tengan miedo a vivir en democracia, porque confían en la solidez de la sociedad civil, de la cual provienen y de donde arrancaron sus vocaciones a la actividad pública política.

Desde la caída del comunismo, parecía que la idea de Francis Fukuyama, de que la historia había terminado con el triunfo del sistema capitalista, había finalizado la evolución vital de todo cambio. Sin embargo, se ha generado el nivel intelectual suficiente para poder desarrollar un modo distinto y alternativo al capitalismo liberal, y a su respuesta inmediata, el neosocialismo. El patrocinio de una comunidad social organizada, donde la persona no se encuentre aislada de sus congéneres, al libre arbitrio de la libertad de mercado del capitalismo, o del totalitarismo relativista propugnado por el socialismo, donde la persona tenga lo necesario para su dignidad y sea responsable de sus actos, se hizo posible.

Gran parte de ese éxito fue por la llegada al Pontificado en 1979 de Juan Pablo II, profesor de Ética social y Teología Moral en la Universidad Católica de Lublin (Polonia) quien dará definitiva respuesta al discurso neomarxista imperante en el mundo de la cultura del periodo de la guerra fría. La concepción de Juan Pablo II sobre la relación entre la gracia y la naturaleza humana, donde la naturaleza humana como tal está constituida por una orientación radical a la gracia que la trasciende, pero que la completa y le da su plenitud definitiva, no separaba a la persona de la realidad del mundo, sino más bien le capacitaba mejor para orientar este mundo hacia el Reino de Dios. Los medios de formación, la oración y la participación en los sacramentos se convertían en imprescindibles para la formación de los cristianos como personas libres.

Sin embargo, esta reafirmación de la persona como valor absoluto se contradice en la actualidad con la imagen planteada en nuestras instituciones democráticas. La libertad y el placer son la nueva roca que sirve de base a la construcción de una nueva sociedad relativista. La sociedad se convierte en la suma de intereses individuales. El emigrante es libre de venir, el trabajador es libre de aceptar ciertas condiciones laborales y el comerciante es libre de abrir en festivos. Es la vuelta a los orígenes, es la vuelta al contrato social de Rousseau, donde el débil no debe existir, por ser una carga para una sociedad utilitarista. Ante esta nueva realidad totalitaria, el hombre moral vuelve a ser testigo incómodo, incluso por su comportamiento social. La construcción de una sociedad relativista que no reconozca la raíz cristiana de nuestra sociedad, volverá a quedar indefensa ante los nuevos totalitarismos.

La creciente influencia del relativismo en todos los sectores de la sociedad, y los agresivos ataques deshumanizadores contra la familia, el matrimonio y los no nacidos, proyectan la necesidad de articular un nuevo movimiento social que defienda a la persona. Un proyecto que sea moderno, social y moral, que presente sin miedo un modelo valórico donde los perseguidos de hoy encuentren el hogar político que buscan. Esos perseguidos forman en la actualidad una masa social que ha demostrado tener una presencia y una necesidad de verse representados. El elemento nutricio del que se alimenta la acción cultural que va dando forma a esa “arcilla” social, que los fallos del gobierno y de la oposición van depositando en sus manos, es el cristianismo. La necesidad de una estructura de principios que sustente una superestructura económica social, está dando protagonismo a una nueva intelectualidad, acreedora de un pensamiento moral y social.

Esta intelectualidad va proporcionando un sostén ideológico a una base social divorciada del individualismo radical imperante; pero añadiendo unos cimientos morales a una sociedad que se ve atacada y constreñida por las nuevas medidas del presente. El fin de las ideologías, que anunciaba Gonzalo Fernández de la Mora, está sirviendo de contexto a un relanzamiento del viejo laicismo decimonónico, y por tanto, también de su respuesta, la necesidad de un referente moral. Un régimen asentado en una sólida base moral garantizará la igualdad democrática de los ciudadanos al sostener la defensa de los marginados sociales, la integridad moral de los gobiernos, la distribución justa de la riqueza y la búsqueda del bien común de la comunidad nacional.