Preparados

P. Raúl Hasbún | Sección: Religión

Después de la caridad (amor benevolente, participación en el amor de Cristo y del Padre celestial) el valor más urgido en el Evangelio es la vigilancia: estar siempre preparados. La fe, en efecto, abunda en certezas: sabemos que Dios es Padre, que su Providencia amorosa no duerme ni se equivoca, y que la esperanza puesta en El no queda defraudada.

Pero no sabemos cuánto dolor y corrección juzgará necesarios nuestro Padre para educarnos como hijos, ni qué misteriosos caminos elegirá para manifestarnos su providente cuidado, ni cuándo, cómo y en qué medida veremos satisfecha la esperanza que pusimos en El.

La fe es un claroscuro en que lo que sabemos o creemos saber de Dios permanece varios peldaños debajo de lo que no sabemos ni comprendemos de El.

En particular nos está vedado conocer con certeza el día, hora y modo de nuestra muerte: vendrá como un ladrón. Los ladrones estudian prolijamente las debilidades de sus futuras víctimas y centran su búsqueda en bienes de alta rentabilidad. Apuestan a la desprevención y al exceso de confianza: “a mí esto no me pasará, tengo tomadas las medidas adecuadas”. El riesgo de despojo es tanto mayor cuánto más apreciable sea el bien o patrimonio atesorado y peor fundada esté la seguridad de ser invulnerable.

Vigilar y orar. Estar despiertos y en constante comunicación con Dios. Aprender y enseñar la cultura del centinela, entrenado para avizorar el peligro en lontananza y avisar con oportuna premura.

Son valores evangélicos de alta prioridad.

Valores humanos condensados en la cardinal virtud de la prudencia, sin la cual toda otra virtud perece por llegar demasiado tarde.

Muchas cualidades adornaban a las cinco vírgenes necias que debían escoltar al Esposo: su falta de prudencia, su inhabilidad para anticipar escenarios y acopiar bienes que previsiblemente se habrían de agotar las condenó a una severa reprensión y las marginó de la fiesta de bodas.

La fe, el amor, la esperanza, la fortaleza, la templanza, la justicia no pueden sostenerse si no se dejan conducir por la prudencia.

El precepto evangélico de estar siempre preparados exige, además, orar siempre y amar siempre.

La oración es el mayor poder que tenemos sobre Dios. No nos libra de sufrir y ser heridos y despojados, pero nos capacita para darle sentido y fruto al sufrimiento y reconstruir mejor desde la ruina.

Tanto o más que el agua, el alimento y la luz, en tiempos de pánico y devastación se requiere urgentemente más oración. Ella atrae a Dios y lo reinserta en su sitial de Señor de los elementos y Resucitador de la esperanza.

Cuando oramos, Dios toma posesión de nuestro corazón y lo convierte en el lugar más sagrado del universo. Dios es Amor. Si la imprevista muerte nos sorprende en estado de amor, lejos de despojarnos nos habrá convertido en ciudadanos del cielo.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl.