Esa extrema fragilidad moral

Raúl Madrid Ramírez | Sección: Política, Sociedad

Todo aquel que se encuentre en posición de dar testimonio de un terremoto como el vivido el veintisiete de febrero recién pasado, sabe que sus consecuencias no son puramente telúricas, sino también, y muy profundamente, morales. Una catástrofe como esta sacude, por su magnitud, las capas íntimas de la sensibilidad colectiva, borra de un plumazo la luz tranquilizadora de las instituciones y nos sume, al menos por unos momentos, en la noche confusa del miedo y de la irracionalidad, zarandeando nuestra conciencia de identidad en el mundo.

Lo primero que viene al alma es el sentimiento de indefensión, la proximidad de la muerte (propia o ajena), o quizás la posibilidad cierta de un daño inminente en la corporalidad: nuestro organismo o nuestras posesiones. Casi inmediatamente todo quedó a oscuras, como si la confusión de la mente se manifestara en la imposibilidad de distinguir con los ojos. Esta ausencia de luz fue arbitraria en su duración; brevísima en algunos casos, tan extensa en otros que incluso hasta hoy existen sectores del país que carecen de energía eléctrica. Las necesidades básicas se hicieron presentes de a poco, a medida que el agua y los alimentos iban escaseando, y crecían la desesperación, y el sentimiento de estar a merced de los elementos.

Entonces, comenzaron los primeros saqueos. Y el miedo se extendió desde las fuerzas de la naturaleza hasta la violencia de los hombres. Este ilícito no es nuevo en Chile (recuérdese el terremoto de Valparaíso y el de Valdivia) ni privativo de los chilenos. Los hubo en todas las grandes catástrofes del mundo, incluso en los sitios más civilizados (Nueva York, en 1977) y más cercanos (Argentina, en 2001). No se ve pues, a primera vista, por qué nos extraña tanto en el Chile del 2010. Puede ser porque mientras más civilizados nos consideramos, más difícil parece la regresión a los impulsos primitivos, al estado puramente apetitivo del alma. Y es verdad. Resulta sorprendente que una comunidad de hombres educados pase de la justicia a la iniquidad con tan pasmosa rapidez. Algo ocurrió, algo que hizo rodar por el suelo la máscara del primer mundo que nos habíamos puesto.

El problema, me parece, radica en que hemos confundido civilización con riqueza. Y por eso el terremoto y los sucesivos maremotos dolieron tanto en la conciencia nacional, porque desnudaron nuestra extrema fragilidad moral. Es preciso recordar que una comunidad opulenta no es, necesariamente, una comunidad educada. Conste que “educado” no significa, en este contexto, saberse de memoria la lista de los Presidentes, o utilizar correctamente los cubiertos en la mesa, sino más bien disponer de los instrumentos necesarios para identificar y seguir el bien moral, aunque ello implique el sacrificio de los bienes inmediatos. Este conocimiento, y el hábito de ponerlo en práctica, es lo que produce la necesaria contención del ánimo para que un ciudadano no cruce la línea de lo inmoral o ilícito, ni siquiera en situaciones extremas, como aquel que los psicólogos denominan “situación de masa”, el cual se caracteriza por una fuerte tonalidad emocional, acompañado de miedo, y sentimiento de frustración y relajamiento de los principios racionales. Como afirmara Joaquín García-Huidobro hace unos días, “lo que provee a los ciudadanos de esa necesaria dosis de autocontrol, aunque no haya carabineros a la vista es la familia, la religión y un cierto clima social que facilite la práctica de la virtud, incluida la vida sobria de las clases dirigentes”. Es decir, exactamente todo lo que ha atacado o ignorado la Concertación desde que asumió el poder en 1990. No se quejen ni se asombren, pues, de los resultados: si se minan los muros de contención moral y se reemplazan por valores de libertad sin restricciones, no se puede rasgar vestiduras por el libertinaje ocasional.

Pero hay más. Un testigo describía los saqueos de Concepción durante los primeros tres días posteriores al terremoto afirmando que “primero fueron delincuentes, y después una turba enardecida. Caravanas de saqueadores en camiones, camionetas, montacargas y miles de carros de supermercado”. Esto no es sólo la descripción de un saqueo aislado, sino de una situación de completa ausencia de autoridad o de Estado de Derecho. ¿Por qué no ocurrió lo mismo en 1985, y en los sismos anteriores? Sencillamente porque los gobernantes de entonces, que no estaban presos de respetos ideológicos, decretaron de inmediato el Estado de Emergencia, y se dio carta blanca para que el Ejército controlara rápidamente la situación.

¿De qué nos extrañamos? Las cifras nos dan la razón: el 90% de los procesados por saqueos no tienen prontuario; sólo el 10% restante podría ser calificado de “delincuente habitual”. La población fue empujada al ilícito, tanto por los años de señales desde el poder –en el sentido de que no respetar la moral y el Derecho carece de sanciones graves–, como por el fomento circunstancial de la impunidad por razones ideológicas, por las declaraciones irresponsables de la Señora Presidente, que afirmó públicamente que se conversaría con los supermercados para que donaran bienes de primera necesidad sin que existiera ni acuerdo ni infraestructura preparada para ello. Y, claro, la gente lo fue a buscar, y al no encontrarlo, se enfureció.

Chile no debe sentirse ni más ni menos avergonzado que otras naciones por los hechos ocurridos, sin perjuicio de que quienes han delinquido deben responder por sus acciones. Ello educa, ordena y da ejemplo. Pero las responsabilidades estructurales hay que buscarlas en quienes han puesto los cimientos conceptuales, corroyendo la substancia moral del país a base posiciones supuestamente libertarias que esconden una concepción nihilista del ser humano, y cuya puesta en práctica siempre desemboca en el caos, como dice Vattimo. Estos son los mismos que ahora, al no decretar el Estado de Catástrofe para no terminar su mandato “cediendo autoridad a los militares”, proporcionaron la ocasión para cosechar los frutos que ellos mismos sembraron, y que por fin ahora han mostrado su verdadero rostro.