El espíritu de la Navidad
Gilbert Keith Chesterton | Sección: Familia, Sociedad
Resulta muy curiosa la forma en que la gente habla sobre el espíritu de una cosa. Leemos mucho sobre el espíritu de la Navidad, pero en realidad es la cara opuesta de la misma cosa: ese excesivo y elaborado sistema de dependencia de compra-venta, y por tanto de ajetreo y bullicio; y ese abandono de las cosas nuevas que podían haber hecho algo por la vieja concepción de la Navidad.
La Navidad tiene un carácter doméstico, y por esa razón la mayoría de la gente se prepara para viajar en agobiantes tranvías, aguantando colas interminables, cogiendo trenes a toda prisa. Justo antes de que empiece la gran fiesta del hogar, todo el mundo parece haberse convertido en gente sin techo. Es el triunfo supremo de la civilización industrial, que ha conseguido que, en aquellas ciudades donde parece que hay demasiadas casas, exista una desesperada escasez de alojamiento. La fiesta de la familia convierte en vagabundos tanto a los ricos como a los pobres. Se encuentran tan aislados dentro del desconcertante laberinto que genera nuestro tráfico y nuestro comercio, que su única semejanza con la familia arquetípica de la Navidad es que esta gente no encuentra habitación para ellos en una taberna.
La Navidad debería ser creativa. Se nos dice que es especialmente útil para preservar las viejas tradiciones. Pero la verdadera Navidad debería crear no sólo las viejas cosas, sino también las nuevas. Por ejemplo, debería crear nuevos juegos, si se animara a la gente a inventarlos. Las principales reglas del tenis fueron inventadas en el patio de una vieja taberna. Los rastrillos del cricket fueron creados a partir de las tres patas de una banqueta para ordeñar vacas. Deberíamos inventar cosas de esta clase. Qué agradable sería empezar un juego en el cual puntúas al golpear un paragüero o incluso al anfitrión. Los niños que han tenido la suerte de quedarse solos en la guardería, no sólo inventaron juegos con todo detalle, sino también dramas e historias vitales; inventaron lenguajes secretos. Ésa es la clase de espíritu creativo que queremos para el mundo moderno. Si la Navidad se volviera más familiar, en vez de menos, creo que aumentaría enormemente su verdadero espíritu, el espíritu de la niñez.
Los juguetes de Navidad cuelgan del árbol desde antes de que los tíos, tan pesados y tan paganos, desearan jugar al golf. Pero eso no altera el hecho de que podrían haberse convertido en personas más brillantes e inteligentes si supieran cómo jugar con los juguetes; y de hecho se aburren soberanamente con el golf. Su falta de brillo se debe al progreso mecánico del deporte profesional, en ese mundo rígido de rutinas que impera fuera del hogar. Cuando eran niños, tras las puertas cerradas del hogar, es probable que tuvieran sueños e historias por escribir que eran tan suyas como Hamlet lo es de Shakespeare. Cuánto más emocionante hubiera sido que el tío Henry, en vez de describirnos con todo lujo de detalles cada uno de los golpes que necesitó para sacar la bola del hoyo, nos hubiera contado que había realizado un viaje al fin del mundo en el que había atrapado a la gran serpiente marina.
No es que no sienta respeto por el juego del golf. Que los golfistas jueguen al golf. Dejemos que jueguen un día tras otro; trescientos sesenta y cuatro días, con sus noches también, con bolas luminiscentes, para que puedan verse en la oscuridad. Pero dejemos al menos una noche para que las cosas puedan brotar desde el interior; y un día para que los hombres puedan buscar todo cuando se ha quedado enterrado en lo más profundo de su ser. Y puedan descubrir dónde se oculta, tras esas puertas y ventanas cerradas firmemente, ese espíritu de la libertad.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega. Es parte de “Por qué soy católico”, una colección de los principales ensayos de temática religiosa de G. K. Chesterton, publicado por El buey mudo-Editorial Ciudadela.




