Ecología, moral y derecho

Max Silva Abbott | Sección: Sociedad

No cabe duda que el despertar de la conciencia ecológica –más allá de los muchos mitos, dogmas e incluso engaños que se han generado a su respecto– posee, entre otros, dos grandes elementos benéficos para la mentalidad de nuestro tiempo: en primer lugar, la toma de conciencia del carácter normativo del orden de la naturaleza, esto es, que nos obliga a hacer o dejar de hacer ciertas cosas a su respecto; y en segundo lugar, la constatación, por simple lógica, que ese orden normativo es objetivo, o si se prefiere, que no depende de nuestro capricho, querer o conveniencia.

No obstante lo anterior, no deja de ser curioso y a decir verdad, abiertamente contradictorio con lo antes dicho, que respecto de nosotros, los hombres, no se reconozca una situación semejante, máxime si para muchos, no seríamos sino un animal más evolucionado, pero animal a fin de cuentas. De esta manera, todo tendría un orden ecológico normativo y objetivo, salvo nosotros mismos.

Sin embargo, ya sea que consideremos al hombre como un simple animal o, por el contrario, como una persona (un ser trascendente, racional y libre, con un alma inmortal y poseedor de una dignidad inherente al margen de sus circunstancias particulares), nuevamente por simple lógica, resulta evidente que poseemos ciertos parámetros fundamentales que nos permiten “funcionar bien”, si así pudiera decirse. Desde el ámbito propiamente personal e íntimo hasta el social, no cabe duda que para seguir existiendo de acuerdo a nuestras necesidades básicas, derivadas de lo que somos, existen ciertos comportamientos evidentes, objetivos e incluso universales, que debemos tener en cuenta si queremos llegar a buen puerto, sea en el ámbito personal, sea en el ámbito social.

De esta manera, parece absurdo que materias como la moral y el derecho puedan quedar entregadas al más puro capricho, sea individual o colectivo –lo que no pocas veces ha llevado a abominables abusos– y que además, dicha actitud no tenga consecuencias negativas para nosotros mismos.

Por tanto, no cabe duda que la moral y el derecho no pueden depender sólo de nuestros deseos, sino que poseen en sí mismos aspectos esenciales objetivos, igual que la ecología. Pretender lo contrario sería como querer “inventar” una ecología a nuestro gusto, lo que podría en principio ser muy bien recibido por muchos, debido a su innegable comodidad –a fin de cuentas, no nos obligaría a nada que no quisiéramos–, pero que cualquiera en su sano juicio rechazaría, no sólo otra vez por mera lógica, sino de manera más profunda, porque constituiría un absurdo y peligroso engaño.

En consecuencia, si el orden ecológico es objetivo, ¿por qué la moral y el derecho no?