Verduras
Augusto Merino M. | Sección: Religión, Sociedad
Entre esas cosas que vienen al mundo por oleadas y que abarcan desde Pakistán a Puerto Rico, pasando por todo el resto, está la preocupación por el “habitat”, “medioambiente” o “ecología”. Se trata de uno de los “signos de los tiempos”. Como todo lo que viene, habrá de irse algún día; nada es eterno. Pero mientras esté aquí, hay que prestarle atención.
No machacaremos aquí la necesidad de cuidar las plantas, y el aire y el agua, y los animalitos y los insectos y todo lo que esté vivo. Eso ya no hace falta. Estamos todos conscientes de que tal cosa es necesaria. Tampoco nos dedicaremos en esta ocasión a meditar sobre la necesidad de salvaguardar toda vida, incluída la humana, aunque éste es un punto en que, curiosísimamente, los verdes hacen un paréntesis: nos piden que respetemos la vida de las foquitas blancas, pero no piden respetar también la de los humanitos no nacidos. Si se nos dice que éstos no son personas –como alegan tantos abortistas–, respondemos que tampoco lo son las foquitas o los ballenatos. ¿Por qué, pues, salen tantas actrices a la defensa de éstos y no de los fetos humanos, tan vivos, al menos, como aquéllos? ¿Por qué ha de ser deseable la libertad de las mujeres para abortar y no para hacerse un abrigo de piel de nutria o comerse un bistec de ballena?
Dejemos eso por el momento. Lo que aquí nos preocupa es lo que dicen algunos de los verdes más desenfadados: que es el cristianismo el responsable del desastre ecológico que aqueja al mundo moderno. Parten para ello de una constatación fácil: los efectos más visibles –digamos, los más publicitados…– de deterioro del medio ambiente provienen del mundo occidental. El cual es, se agrega con fruición, cristiano. En cambio, sigue el argumento, el oriente, donde no hay cristianismo sino budismo y otras religiones, el medio ambiente está en condiciones muchísimo mejores, por no decir en estado óptimo. Y se remata con lo siguiente: “¿Acaso no dice la Biblia que Dios mandó al hombre llenar la tierra y dominarla?”. ¡Someter la tierra! En ese mandato, que el hombre occidental cristiano ha tomado como un permiso, está la raíz de todos los males ecológicos. ¡Démosle entonces al cristianismo también por este motivo!
Pero esta interpretación bíblica es escandalosamente inapropiada y antojadiza. Basta tomar el libro del Génesis, el primero de los de la Biblia, y abrirlo en el capítulo 2, en cuyo versículo 15 se lee esto: “Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase”. Esto forma parte del relato de la creación del hombre. La idea del Génesis está, pues, clarísima: el mandato de someter y dominar la tierra no puede desvincularse de este otro texto que hemos transcrito. El hombre está hecho para cultivar y guardar la tierra, como hace un dueño de casa con su huerto. Adviértase, por otra parte, que “dominar” viene del latín “dominus”, dueño de casa. Lo que está dicho, pues, es: “Cuida de la tierra como un dueño de familia cuida de su casa”. Y sabemos cómo es eso: nadie en su sano juicio entra a saco en su propio jardín. Si alguien lo hace, no se le eche la culpa a la Biblia. Denunciemos, pues, el sesgo ideológico anticristiano de cierto ecologismo.




