Sobre la posibilidad de la convivencia humana

José J. Escandell | Sección: Política, Sociedad

09-foto-1-autorLa Ilustración, como muchos otros movimientos históricos, tiene en su entraña un vehemente deseo de paz. Nació en la estela de las guerras de religión modernas y se definió como el intento de evitarlas para siempre. Correlativamente, como era previsible, la Ilustración entendió que debía oponerse a todas las religiones establecidas, comenzando por la católica. «!Destruid a la Infame!», decía Voltaire.

Por qué la Ilustración combinó el deseo de paz con el rechazo de las religiones, es cosa que merecería su análisis particular. El caso es que una cosa comporta la otra desde entonces hasta nuestros días, y no hay manera de quitar esa idea de la mente de nuestros contemporáneos. Por eso la Iglesia está siempre en cuestión.

De la Ilustración nace la democracia (moderna). Decía recientemente un columnista en un diario, que la democracia consiste en que los enemigos sean tan sólo contrincantes. Mientras que al enemigo se le vence, al contrincante se le convence. La democracia es el régimen de la paz. Ahora bien, no está en la mano de ningún hombre decidir absolutamente si otro hombre es enemigo o contrincante.

La condición imprescindible para que un hombre sea tan sólo contrincante es que aquello en lo que se discrepa con él no sea algo imprescindible. Por el contrario, lo que convierte en enemigo a un hombre es que éste se sitúe en una posición vitalmente insoportable. Y que suceda una cosa u otra es imprevisible, supuesta la libertad de los seres humanos.

Hay ocasiones en las cuales no cabe más que el enfrentamiento abierto y destructivo. Y es el caso cuando lo que se ventila es la propia supervivencia de un hombre inocente o de toda una sociedad. Precisamente es la posibilidad de que se den esas ocasiones lo que justifica la creación y mantenimiento de los ejércitos y las policías. Las fuerzas armadas suponen que alguna vez será preciso matar, porque en algunas ocasiones hay enemigos. Otras veces, sin que se llegue a la guerra abierta, los hombres honrados tienen que enfrentarse y arriesgar sus posiciones, sus patrimonios o su misma fama, porque tienen que reconocer que no pueden vivir juntos. Asimismo es también esa misma la razón por la cual ponemos pestillos a las puertas y las atrancamos por la noche.

Es que, en general, la convivencia social requiere que haya un terreno común y compartido; y cuando no se da ese factor unificador, la convivencia es imposible.

Cabe preguntar si las democracias modernas son capaces de crear, mantener y proteger un terreno común suficiente para que sea posible la convivencia pacífica de todos. Tal cosa no sucede, sin duda, cuando el derecho del inocente a la vida es agredido o suprimido. Tal cosa no sucede, igualmente, cuando se pudre la célula de la sociedad con la legislación divorcista. Sobre estas bases no se puede construir una convivencia pacífica.

Las ideologías democratistas, sea por convicción o por utilidad, pretenden que todo es discutible. Por ello, la democracia es presentada siempre como empresa inacabada, en constante creación. Pues si todo está siempre en el aire, nunca nada puede quedar como terreno estable común. Tanto los revolucionarios como los reformistas suelen caer en este error, en esa inmoralidad. En todo caso, la convivencia se hace entonces insostenible, en la misma medida en que nadie puede estar seguro de nadie. Se trata en realidad de la guerra de todos contra todos, solo que controlada por el sistema de poder.