Estados Unidos y los norteamericanos: una ciudad sobre la colina

Andrés Stark Azócar | Sección: Historia, Política, Religión

04-foto-11“Un país que olvida su historia está condenado a repetirla”. Al ingresar al antiguo campo de concentración de Auschwitz y en medio de un sórdido espectáculo, esta frase advierte a sus visitantes el papel vital que posee la conciencia histórica en la formación de la cultura. Al introducirnos en los orígenes de los Estados Unidos, lo primero que descuella y al mismo tiempo anuncia su originalidad histórica, es la sensata y eficaz preocupación por atesorar los vestigios de su pasado. “Historia magistra vitae est”, las célebres palabras del orador romano Cicerón, cobran, al referirnos a la joven nación, especial significado. Mientras en la actualidad muchas naciones se limitan a imitar y adoptar modelos foráneos o vanguardistas, renegando incluso de su pasado, la cultura norteamericana, en cambio, destaca por la arraigada creencia de que una sociedad sólo progresa en permanente diálogo con la historia. En pocas palabras, una nación que carece de conciencia histórica, está en cierta medida condenada a erigir una y otra vez “torres de Babel”, a perder su identidad anquilosada ante la fuerza de sus propios desaciertos.

La principal característica del denominado “sueño americano”, por lo tanto, descansa en el hecho de encontrarse fuertemente enraizado en la historia como fundamento de la identidad y, por lo tanto, como germen de las costumbres y de una cultura propia. Ahora bien, ¿hasta qué punto la historia de los Estados Unidos representa un caso único y original en la historia universal? ¿Cuál es la raíz de esta presunta originalidad histórica? ¿Qué rol desempeñó la religión, junto a otros factores, en el nacimiento de la identidad cultural norteamericana? A modo de anticipo, Alexis de Tocqueville señala: “en los Estados Unidos se estaba realizando la experiencia democrática en condiciones inmejorables, porque no se había tenido que barrer con siglos de tradición”(1). Por otra parte, los historiadores Cristián Guerrero Yoacham y Cristián Guerrero Lira, afirman que los Estados Unidos representan un caso sui generis en la historia, en tanto “resume en cierta medida la historia de la especie humana, pues ha logrado por sí mismo y gracias a su propio esfuerzo, un desarrollo integral en todo tipo de expresiones e instituciones políticas, sociales, económicas y culturales (…)”(2).

Estados Unidos es un país predominantemente protestante, razón por la cual, para adentrarse en sus orígenes, resulta imprescindible comprender la impronta indeleble que dejó la Reforma Protestante en Europa y, en particular, en el Nuevo Mundo. Esta influencia se manifestó, ante todo, en dos factores: la ruptura de la unidad religiosa y las innovaciones doctrinales en torno a las cuales se inicia el cisma espiritual. Ahora bien, ¿cuáles son las causas remotas y más profundas de la ruptura de la Cristiandad? Dentro del marco de la crisis de la escolástica, uno de los factores de mayor incidencia en la constitución de los diversos credos reformados, fue la proyección del voluntarismo de Ockham en Martín Lutero. Así, la Reforma Protestante se expresa en la primacía concedida al individuo como núcleo constitutivo de los nuevos credos, hundiendo sus raíces en la via moderna iniciada por la filosofía de Ockham y en el consecuente concepto de elegido: la voluntad divina y ya no la humana es la que opera en el hombre salvado, en el elegido (3). En este sentido, en el marco de la doctrina del sacerdocio universal y de la consecuente libre interpretación de los textos, la acción directa de la omnipotencia divina sobre el hombre salvado, se convierte en salvaguarda de la infalibilidad del individuo en el libre examen de la única fuente de Revelación cristiana: la Biblia. De tal manera, los elegidos lo son en la medida que la voluntad divina actúa sobre ellos y son iguales en tanto elegidos.

04-foto-21Siguiendo la línea anterior, la colonización de Norteamérica estuvo marcada, desde sus inicios, por el factor religioso. Los conflictos religiosos y políticos de Inglaterra durante el siglo XVII, gatillaron el éxodo de las comunidades de peregrinos y puritanos hacia el Nuevo Mundo, quienes, impulsados ante todo por motivaciones religiosas, se abocaron a la tarea de dominar y transformar el territorio. Los principales ecos de la Reforma, por consiguiente, excedieron los límites de Europa, al extender su influjo más allá del Atlántico, particularmente, en Norteamérica. Las nuevas confesiones religiosas, derivadas de los movimientos reformados y, por lo tanto, constituidas a partir de las reformas doctrinales, serán la base poblacional de las primeras colonias establecidas en aquel territorio.

La influencia del factor religioso en la colonización de Norteamérica, se aprecia, ante todo, en el papel medular que jugó la Biblia en la consolidación de las comunidades que arriban al territorio. Convertida en la única fuente de la Revelación cristiana, la relevancia de las Sagradas Escrituras se hace ostensible ante todo en una idea: la apropiación del mito inglés según el cual Inglaterra era concebida como el Nuevo Israel, la nación elegida. Bajo este escenario, materializada en el “pacto divino” o “holy covenant” como principio fundante, el peregrinaje puritano hacia el Nuevo Mundo emerge como una proeza bíblica, el periplo del pueblo elegido por Dios para fundar en Norteamérica, la tierra prometida, el Nuevo Canaán.

Dentro del contexto anterior, el legado puritano brota como el origen y sustento de las costumbres y, por ende, como raíz de la identidad cultural norteamericana. La relación armónica entre el ámbito religioso y el civil que predomina en la sociedad norteamericana, emerge como fiel reflejo de una sociedad que, indisolublemente enraizada en la Biblia como suprema autoridad, sienta las bases de un orden social en el cual la religión se yergue como la fuente divina de los derechos civiles. Sobre esta base, durante los albores de la revolución americana, la defensa de los derechos civiles se despliega a partir de fundamentos bíblicos. El fundamento de la igualdad ante la ley es la igualdad de todos los hombres ante Dios y el fundamento de la libertad que opera en el plano civil, procede de la libertad de conciencia consagrada también en las Escrituras. Desde esta perspectiva, la religión representa en Estados Unidos la garantía de infalibilidad de los derechos civiles. Recurriendo a precedentes y conceptos bíblicos, por lo tanto, el ideario de la revolución bebe directamente de la religión y la lucha por la emancipación de las colonias se traduce en una proeza que, trascendiendo el ámbito terrenal, remite a la religión como fundamento último. Dentro de este marco de sentido, el pueblo predilecto, el pueblo sobre el cual actúa directamente la voluntad divina, asume la tarea de conducir a los hombres, a través del señorío de la igualdad y la libertad consagradas por Dios, a la salvación.

04-foto-3La historia de la teocracia puritana se desarrolla indisolublemente unida a la idea del pueblo elegido, de la cual deriva a su vez una determinada concepción del hombre y del mundo eminentemente trascendente. El propio devenir histórico de las comunidades peregrinas, no obstante, revela un hecho paradojal: en el puritanismo en sí mismo germina la semilla de su propia destrucción. La prioridad concedida al individuo y una Biblia abierta a todos, fomentó con el tiempo el espíritu sectario, en contraposición con el liderazgo autoritario de la oligarquía de los “visiblemente elegidos”: la teocracia puritana. En este sentido, pese a que la noción misma de “iglesia” puritana se muestra, en la práctica, contradictoria, el propio espíritu sectario que conduce al colapso del commonwealth puritano, abrirá paso a la idea de igualdad de condiciones como hecho generador de la cultura norteamericana. Al operar ya no en virtud de unos pocos, los líderes religiosos o clerecía, sino en toda la comunidad, la voluntad divina actúa en el pueblo como un todo y no exclusivamente en la oligarquía de los “visible saints”. En este contexto, la igualdad de todos los hombres frente a Dios, no se opone a la igualdad de todos los hombres ante la ley, porque el fundamento último de la ley es, en definitiva, divino y, por lo tanto, infalible. En otros términos, la ley emerge como expresión de las costumbres y éstas como expresión de las creencias, las que, pese a ser diversas, se enmarcan dentro de la acción directa de Dios sobre los hombres como principio de infalibilidad. Derivados de la Biblia como origen divino, la igualdad y la libertad, por lo tanto, se aúnan en un conjunto de principios, conceptos y valores cristianos comunes a todos, conformando una moral como sustrato de las costumbres, y en consecuencia, de la identidad cultural norteamericana.

El ocaso y crisis de la teocracia puritana no supone, sin embargo, el fin de la influencia del puritanismo americano en Norteamérica. Por el contrario, en el marco de los ideales revolucionarios e independentistas, la fuente primordial a partir de la cual nacerá con inusitada fuerza la defensa de la igualdad y la libertad será, precisamente, la Biblia, erigida como pilar infalible del cual proceden los derechos y las libertades civiles. En este sentido, figuras emblemáticas en la defensa de la libertad de conciencia y la libertad religiosa como Roger Williams, Anne Hutchinson o John Wise, no dudaron en erigir a las Sagradas Escrituras como fuente divina de los derechos. En palabras de Tocqueville: “en Norteamérica la religión es la que lleva a la luz, y la observancia de las leyes divinas es la que conduce al hombre a la libertad” (4).

El papel medular de la herencia puritana en la configuración de la identidad norteamericana, se aprecia además en el surgimiento de una cultura altamente cohesionada y dotada de un carácter propio, pese a la gran diversidad religiosa y al crisol étnico-cultural que caracteriza, desde sus orígenes, a los Estados Unidos de Norteamérica. En este sentido, el predominio de una moral común fundada en las Sagradas Escrituras, emerge como elemento unificador en medio de la diversidad. A través de una moral cristiana compartida por todos se confirió unidad, forjando una cultura profundamente arraigada a la religión como fundamento de las costumbres y las instituciones. De tal manera, en la sociedad norteamericana subyace, desde sus orígenes, un núcleo de principios y valores cristianos a los que todos adherían, trascendiendo así la diversidad de credos y otorgando la unidad necesaria para la consolidación de una cultura dotada de identidad propia.

04-foto-4Dentro del marco anterior, el particular vínculo entre el espíritu religioso y el espíritu democrático anunciado por Alexis de Tocqueville, emana, en definitiva, de la influencia que ejerció el factor religioso, especialmente del legado puritano, durante el período de formación de la sociedad norteamericana. De esta forma, la inquebrantable creencia en la idea del pueblo elegido, se prefigura en el temprano horizonte del establecimiento colonial, como principio fundante de una misión que, en su tenaz afán por transformar el Nuevo Mundo, es interpretada como una contienda entre el pueblo de Dios y el Anticristo, entre Jerusalén y Babilonia. Análogamente, pese a la irrefutable influencia de las ideas ilustradas, la lucha por la independencia hunde sus raíces en conceptos bíblicos, y desde esta perspectiva, la revolución americana representa el corolario en el peregrinaje de un pueblo que estaba predestinado no sólo a la libertad, sino, ante todo, a ser su garante y patrono. Al igualar los conceptos de Dios, Estado y Naturaleza, la revolución de las colonias se convierte, en definitiva, en una lucha contra el Anticristo británico.

Para los norteamericanos, los Estados Unidos representan el nuevo comienzo de la humanidad tras el descarrío del hombre. Un retorno al cristianismo primitivo como espíritu propio no sólo de la Reforma, sino de la sucesión de profetas o elegidos que, remontándose a Moisés y a Josué, se perpetua en John Wyclif y Juan Huss, en Martín Lutero y Juan Calvino, y continua en figuras como John Winthrop, John Cotton, Roger Williams, Thomas Jefferson o George Washington, en suma, en la nación predilecta, en el pueblo norteamericano: la democracia de elegidos. Como consecuencia del legado puritano, emerge la piedra sobre la cual los hombres edifican resguardados del desvío de antaño. Sentando las bases de su misión civilizadora en el concierto de la historia, los estadounidenses se conciben a sí mismos como la verdadera ekklesía, el verdadero cuerpo de Cristo: “una ciudad sobre la colina” (5).




Notas:
(1) De Tocqueville, Alexis, La Democracia en América, Fondo de Cultura Económica, duodécima edición, México, D. F., 2001, p. 11.
(2) Guerrero Yoacham, Cristián y Guerrero Lira, Cristián, Breve Historia de los Estados Unidos de Norteamérica, Santiago, 1998, Editorial Universitaria, p. 13.
(3) Véase, Widow, Juan Antonio, “El Voluntarismo de Ockham a Lutero”, INTUS-LEGERE, Nº 6, 2003.
(4) De Tocqueville, A., Op. cit., p. 63.
(5) Este artículo fue originalmente publicado en el Centro de Estudios Cultura y Sociedad.