¿Político y santo? Sí, se puede

Miguel Ángel Velasco | Sección: Política, Sociedad

04-foto-1Mirando nuestro arco parlamentario, quizá a más de uno le cueste creer que un político puede ser santo. Y, sin embargo, se puede… En Rocca di Papa, cerca de Roma, acaba de cerrarse la fase diocesana del proceso de beatificación de Igino Giordani, cofundador de la Democracia Cristiana, padre de la Constitución italiana y periodista, considerado además por Chiara Lubich cofundador del Movimiento Focolar. Así le describe Miguel Ángel Velasco en Santos de andar por casa (editorial Planeta):

¿Qué es eso de excusarse para no hacer lo que hay que hacer, o para no hacer nada, en que son cosas de los tiempos, en que las circunstancias no dejan llevar a cabo esta tarea concreta, o aquella que parece tan difícil? Nos sumus tempora. Los tiempos somos nosotros. Los tiempos hemos de hacerlos nosotros, y no al revés. Igino Giordani supo entenderlo de maravilla. Sin aspavientos.

Fue diputado, y participó activamente en la redacción de la Constitución italiana, y fue, con Alcide de Gasperi, uno de los fundadores de la Democracia Cristiana en Italia. El ser patrólogo para nada le impidió ser, con don Luigi Sturzo, uno de los iniciadores del Partido Popular italiano, embrión de lo que luego sería el Partido Democratacristiano, que rigió Italia desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta prácticamente nuestros días. Padre de cuatro hijos, a los que tuvo que sacar adelante en condiciones nada fáciles, esposo enamorado y ejemplar, periodista de garra y novelista de éxito, siempre supo estar en su sitio, aunando Iglesia y mundo, lo profano y lo sagrado, sin dicotomías, sin esquizofrenias, haciéndose santo en la vida de cada día.

04-foto-2Hombre, sí, de diálogo verdadero, que no de componendas, tan italianas, ni de la cesión cuando no hay que ceder, ni en lo que no hay que ceder, no cayó en la tentación de florituras ni de verbalismos ambiguos y retóricos. Siempre al grano. Sin medias tintas, al pan, pan, y al vino, vino. Ahí están las páginas sugestivísimas de su libro Signo de contradicción: «La santidad no es una meditación desconsolada y ensimismada sobre los novísimos; ni una alternativa fastidiosa y mecánica de prácticas; ni tampoco caracoleo de menguados, arrancados de la realidad. Semejante santidad puede bullir en la imaginación aburrida de novelistas o psicoanalistas, o puede ser la droga de moda en los despachos de teosofía o del espiritismo (…). No son los santos unos bobitontos que se sacrifican, a la buena de Dios, por un mito o por una manía: los bobos podrán, como los demás, ir al cielo, como podrán ir al infierno, lo que dependerá del uso hecho de su bobería; pero a santos no llegan. Yo al menos no conozco a ningún santo bobo (…). En el ánimo de las gentes que evitan cuanto pueden la fatiga de pensar y se tragan de ordinario los conceptos con cáscara y las frases como píldoras, puede haberse fosilizado también la personalidad del santo en un tipo estereotipado, frío, falto de vida. Pero el santo está sumergido en la vida –nunca mejor dicho– hasta la coronilla; sólo que no se ahoga, no pierde el dominio de los propios actos, señorea la vida y no es víctima de ella. Héroe genuino de todos los días, el santo es el enemigo de la vulgaridad en la cual flota la gran masa de los cristianos, como la carne en la olla. Escapa de la ola de lodo que arrastra a los más, pisotea los miedos que a nosotros nos estremecen a cada minuto, se rebela contra las servidumbres que nos atenazan día y noche, contra las ataduras del lugar común, huye de los recintos asfixiantes de lo convencional, de la falsa prudencia rutinaria, de la cicatería minuciosa amañada ante los compromisos cotidianos, traspasa las estacadas de papel impreso, se desliga de toda esa sujeción que se llama frecuentemente opinión pública, y cambia de amo, y se hace esclavo de Cristo; pero sabe que Cristo, emperador del universo, remunera a quien le sirve con un reino sin fin… Todo eso, claro, no supone desinterés ni desprecio del prójimo, sino exactamente lo contrario; se marca la exigencia de servir a los hermanos, de ayudarlos a recobrar la verdadera libertad».

Probablemente, para ser santo hay que saber definir así de bien lo que es ser santo; pero pienso de veras que, en cualquier caso, una cosa es definirlo y describirlo así de bien, así de cabalmente, y otra, bien distinta, serlo y vivirlo de manera ejemplar, como lo fue y lo vivió Igino Giordani. Eso ya es, como dicen en mi pueblo, otro –y bien fascinante– cantar…




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega, www.alfayomega.es.