Probar de todo

Augusto Merino M. | Sección: Sociedad

Suele pasar por muestra de madurez el decir “lo he probado todo”. Nos referimos a cuestiones morales. Más bien a las moralmente dudosas. La actitud es ésta: “Hay que probarlo todo, para decidir por sí mismo qué es bueno y qué malo”.

Como en tantos errores, hay en éste un granito de verdad. La decisión moral tiene que ser personal. Uno tiene que decidir por sí mismo ser bueno o malo, actuar de este modo o del otro. Ser bueno por temor al qué dirán, o por miedo a la policía, no es verdaderamente ser bueno. Claro que ambos temores suelen ser, dada nuestra frágil naturaleza humana, ayudas no despreciables para perseverar en el camino de la virtud; pero se requiere, en definitiva, una decisión enteramente personal y valerosa: “voy a comportarme de tal manera pase lo que pase, digan lo que digan”.

Esto, que es valioso, puede degenerar en la actitud siguiente: “Puesto que todo depende de mi decisión, y puesto que lo que digan los demás no tiene importancia, voy a prescindir enteramente del juicio de los demás, de sus recomendaciones y experiencias”. Y esto es un grave error.

Para explicarnos, tomemos un ejemplo algo trivial, pero útil. Supongamos que hemos salido al campo a cosechar callampas para un buen guiso. No hay nadie tan loco que diga: “Voy a probar todas estas callampas que recogí, para saber por mí mismo cuáles son buenas y cuáles malas, de modo de comer en el futuro sólo las que resulten buenas”.

La razón es simple: basta comer una sola callampa mala para que no haya futuro en el cual corregirse. Uno se habrá envenenado y pasado a mejor –suponemos– vida. Pues bien, si en lo que se refiere a nuestra salud corporal somos precavidos y oímos a los que saben más de callampas, ¿por qué estamos dispuestos a correr riesgos con nuestra salud moral?

08-foto-21Puede que ello sea así porque lo que hace mal al alma se nota menos, porque a menudo actúa lentamente. Tal película semipornográfica o inmoral por otros motivos no nos convierte en monstruos morales de un día para otro. Y tal libro de contenido disolvente de los valores o deformador del criterio no nos mata el sentido moral como con un balazo. Pero cualquiera de estas cosas van dejando su sedimento maligno en la conciencia moral y en el alma. “¡Ah! Es que uno se da cuenta de cuándo algo es una porquería moral o cuando es una mentira o cuando tiene un propósito perverso…”. ¿Sí? Es posible; pero igual van quedando en la memoria las imágenes indecentes, igual se va uno acostumbrando a ver qué simpáticos son los estafadores, o los adúlteros, o los criminales. “Es que uno sigue dándose cuenta de que eso está mal”. ¿Sí? ¿No habrá algo de ingenuidad aquí? Recordemos que Voltaire repetía “Miente, miente, que siempre algo queda”. Eso que queda no se ve, pero actúa. Y siembra la duda, y debilita el sentido moral, y corrompe, y mata. Es una callampa venenosa que produce su efecto de a poco: ¿qué diferencia hay entre morirse en cinco minutos o en dos días? Por eso, ¿por qué no preguntar en materias morales a quienes saben más, que han estudiado, que por su profesión conocen mejor el alma humana? ¿Tendríamos vergüenza de preguntar por las callampas? ¿Por qué tenerla en esto, que importa más?