La democracia totalitaria

Cardenal Julián Herranz | Sección: Política, Religión

07-foto-1-autor1Permitidme que tome como punto de partida un problema que afecta a la teología política y hoy es muy actual en Italia y en otros países: la crisis de la justicia en el ordenamiento jurídico civil en relación al orden de los valores espirituales. Se trata de una crisis que parece que se está verificando no sólo por los frecuentes conflictos de competencia e invasiones de campo entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, sino también, y quizá prioritariamente, por el divorcio que progresivamente se ha instaurado entre la moral y el Derecho positivo.

No hay duda de que el fenómeno más positivo de la ciencia jurídica moderna y de las legislaciones democráticas elaboradas después de los regímenes totalitarios del siglo pasado ha sido el desarrollo doctrinal y normativo de los derechos fundamentales, lo que ha contribuido a poner en el centro de la realidad jurídica a su verdadero protagonista, que no es el Estado sino al hombre, con su inalienable dignidad y libertad. Pero es un hecho paradójico que, desde la segunda mitad del siglo pasado, está prevaleciendo el principio jurídico-positivo, fruto del relativismo moral, según el cual, en una sociedad democrática la racionalidad de las leyes sola y únicamente dependería de aquello que la mayoría de los votos decida que sea establecido. Estamos así, frente a la que ha sido justamente llamada una deriva totalitaria de la democracia. Son sistemas democráticos en los que –como en los tiempos del absolutismo monárquico– se pretende atribuir al legislador, es decir, al pueblo soberano representado en los Parlamentos, un poder ilimitado, absoluto: una potestad capaz de limitar los derechos inherentes e inalienables enunciados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y de inventarse nuevos derechos, propugnados por confusas ideologías libertarias. Con razón, hablando en 1993 al mundo académico de Lituania, una nación que apenas acababa de salir de la dictadura comunista, advertía Juan Pablo II de que «el riesgo de los regímenes democráticos es desembocar en un sistema de reglas que no estén suficientemente sustentadas en los valores irrenunciables, fundados sobre la esencia del hombre, que deben estar en la base de cada convivencia, y del que ninguna mayoría puede renegar sin provocar consecuencias funestas para el hombre y la sociedad. (…) Totalitarismo de signos opuestos y democracias enfermas han devastado la historia de nuestro siglo».

07-foto-21Desgraciadamente, es un hecho que en los dos casos –totalitarismos del pasado y democracias enfermas del presente– la racionalidad de las leyes no ha quedado ya vinculada a la correspondencia de la norma con la naturaleza humana, con la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre, con los valores morales objetivos y permanentes que el Derecho debería defender y tutelar, para poder ordenar rectamente los comportamientos sociales, proteger las instituciones fundamentales y evitar el desarrollo progresivo de una sociedad salvaje.

Pero no podemos tener una visión negativa o pesimista del futuro. Es necesario reaccionar recurriendo a la razón y a la fe. Es la hora de la inteligencia libre y serena.

Es necesario recuperar el auténtico concepto de libertad personal, que no puede ser separado de la verdad objetiva. Es necesario anteponer a la justicia la verdad; la verdad del hombre y de la mujer, la verdad sobre el inicio y sobre el valor de la vida humana, la verdad sobre el único posible concepto de tolerancia y orden, la verdad sobre el mismo concepto de ley, que debe siempre tutelar el bien común de la sociedad, y no los presuntos derechos personales o de un grupo de carácter arbitrario o superfluo. En una palabra, la verdad sobre la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales e instituciones naturales, que preceden a la lógica de cualquier ordenamiento jurídico positivo y de cualquier poder político.




Nota: Este artículo corresponde al discurso pronunciado por el Cardenal Julián Herranz al recibir el Premio Bonifacio VIII, en L’Osservatore Romano. La traducción es de María Pazos.