El fenómeno Chávez
Andrés Stark | Sección: Política, Sociedad
Estimados editores de Vivachile.org:
La cabal comprensión del actual escenario Venezolano es de gran importancia no solo para el propio país sino para toda Latinoamérica. Por ello, es estimulante y gratificador poder sostener un diálogo informado sobre las causas y posibles consecuencias del “fenómeno Chávez”. En tal sentido, la réplica del señor Carlos Casanova a mi artículo, “Remiendo nuevos para un vestido viejo: el fenómeno Chávez” , tiene un valor intrínseco que como venezolano valoro, agradezco y reconozco. No obstante, me gustaría aclarar y, si fuera posible, precisar algunos puntos.
En primer lugar, un poco de historia puede ser útil. Después de la muerte de Gómez el país entró en un período de fuertes convulsiones en busca de una sociedad más democrática, moderna e inclusiva socialmente. Esto culminó y, en cierta forma, se detuvo, con la dictadura de Pérez Jiménez que finalmente fue derrocado en 1958 por una coalición que incluía desde el partido Comunista hasta empresarios como Eugenio Mendoza y militares como Wolfang Larrazábal, pasando por los partidos Acción Democrática (de tendencia social demócrata) y COPEI (de tendencia social cristiana).
Las elecciones convocadas poco después significaron el triunfo de la socialdemocracia con Rómulo Betancourt a la cabeza. El acuerdo entre las fuerzas democráticas tendiente a dar viabilidad y gobernabilidad al sistema y gobierno de la época fue el Pacto de Punto Fijo, que Chávez tan fuertemente ha atacado cada vez que tiene ocasión. Lo que Chávez no reconoce o no entiende es que ese Pacto permitió que Venezuela tuviera a principios de los setenta, pese a las guerrillas e intentos de golpe militar de los sesenta, una sociedad y una economía que permitía catalogarlo como “bello país de América”. Durante este período se consolidan las clases medias, la educación y la salud gratuitas, así como el desarrollo industrial y agrícola. En el plano económico, entre 1960 y 1974 el país creció a un promedio de 6% anual, con una inflación anual inferior al 3% y una tasa de cambio estable. Es destacable señalar que tanto los políticos como los funcionarios públicos eran bastante ilustrados para los estándares latinoamericanos y la corrupción era un fenómeno prácticamente desconocido en el manejo de la “cosa pública”. Algunos líderes como el propio Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Luis Beltrán Prieto Figueroa, J. A. Mayobre, J.P. Pérez Alfonzo, Arístides Calvani y M. Pérez Guerrero, entre muchos otros, descollaban a estas alturas en los escenarios nacional e internacional. En este período, el petróleo y los ingresos rentísticos derivados de su exportación jugaron un rol importante, sin embargo, efectivamente, no fue el único factor de éxito. Los factores determinantes fueron internos, propios de la sociedad venezolana y sus élites dirigentes, tanto políticas como empresariales e intelectuales, formadas en el fragor de la lucha contra las tendencias caudillistas vigentes hasta 1958.
Los problemas comenzaron, paradójicamente, cuando a inicios del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974), los precios petroleros se disparan por obra y gracia de la guerra entre árabes e israelíes y el país debió “convivir” en muy poco tiempo con ingresos fiscales cinco o seis veces superiores a los habituales. Al igual que una familia que se gana la lotería, la sociedad venezolana –y, particularmente, sus dirigentes– debieron enfrentar el dilema de “qué hacer” con la plata. Contra la opinión de líderes históricos como Betancourt, Caldera y Pérez Alfonzo, el gobierno de la época decidió que era el momento de construir la “Gran Venezuela”, invirtiendo en grandes empresas públicas, promoviendo la inversión privada mediante condonación de deudas y préstamos subsidiados y aumentando el gasto corriente y de inversión en educación, salud, vivienda e infraestructura. Al principio, los resultados de esta política fueron tremendos y se comenzó a hablar de la “Venezuela Saudita” y el “ta´ barato dame dos”. Al mismo tiempo, los sectores empresariales se organizaron para sacar provecho de la situación y aparecieron los “doce apóstoles” que influenciaron fuertemente las políticas de gasto del gobierno, no precisamente con criterios altruistas. Al calor de esta fiebre de gasto, el sector público se expandió fuertemente anta la mirada atónita de los funcionarios públicos tradicionales, acostumbrados a la austeridad y el trabajo.
Para peor, ya a partir de 1977 los precios petroleros y los ingresos fiscales comenzaron a estancarse obligando a las empresas públicas a endeudarse en los mercados internacionales para poder financiar las inversiones en curso y a otros, ciertamente, para poder continuar la juerga. Este, Sr. Casanova, fue el inicio de la deuda externa venezolana y no la “maldad” de los banqueros internacionales. Como era de esperar, el gobierno perdió las elecciones de 1979 y el nuevo Presidente social cristiano ganó en medio de promesas de volver a la austeridad y la disciplina. En efecto, se prohibió el endeudamiento de las empresas públicas y se decretaron medidas de austeridad fiscal que provocaron protestas airadas de las organizaciones laborales.
Sin embargo, a poco andar (1980), la guerra entre Irán e Irak generó una nueva alza de los precios petroleros y un cambio de estrategia del gobierno, que volvió a ser expansiva relegando la ofrecida austeridad. La diferencia respecto al período anterior fue que la mayoría de los actores –empresas y personas– no creyó en la estabilidad de esta política y en lugar de invertir en el país se dedicó sistemáticamente a colocar recursos en el exterior (fuga de capitales) hasta que los venezolanos (no precisamente los más pobres) llegaron a tener activos externos que sobrepasaban largamente la deuda externa del país e incluso el producto interno bruto. Entre tanto, las empresas públicas que tenían prohibido endeudarse a largo plazo, se endeudaron a corto plazo aprovechando la abundancia de recursos existente en el mercado financiero internacional. En otras palabras, a comienzos de los ochenta, Venezuela no tenía deuda externa en términos netos, sino que globalmente era acreedor del resto del mundo. Claro que la deuda era publica y los activos privados. Todo esto a vista y paciencia de los más pobres y las clases medias en vías de empobrecimiento.
La debacle vino en 1982, cuando Estados Unidos aplicó sus propias políticas de austeridad subiendo las tasas de interés para restringir el crédito. Las empresas públicas venezolanas no pudieron seguir haciendo “bicicletas” con los préstamos y el servicio de la deuda externa se hizo insostenible, así como la salida de capitales privados al exterior. Venezuela debió cerrar el mercado cambiario para ajustar las cuentas externas. Esto terminó con una larga tradición de estabilidad cambiaria e inició un período que rompió los patrones de comportamiento de la economía venezolana que entró en un círculo vicioso de desempleo, inflación y estancamiento, vinculados a un sistema administrado para entrega de las divisas (RECADI) inspirado en las exitosas medidas de ajuste externo aplicadas a comienzos de los sesenta. Aquí empezaron los “remiendos” por no querer cambiar de traje. Todo esto en medio de escándalos sucesivos de corrupción de la más variada índole, liderados por los grandes “negocios” de exportación vinculados a los dólares preferenciales de RECADI. Los más pobres y las clases medias empobrecidas siguen observando desde afuera este nuevo festín de errores y enriquecimiento de algunos a costa de otros. Los más favorecidos siguen disfrutando de sus ventajas, ahora expresadas en los activos externos acumulados en cuentas bancarias en Miami, Nueva York, Islas Caimán, etc. Como ve Sr. Casanova, el CADIVI no es original de Chávez y la historia parece repetirse obstinadamente aunque con diferentes protagonistas.
Hacia fines de los ochenta el país casi no tenía reservas internacionales, efectivamente, se había sobrepagado la deuda externa (según la tesis del “buen pagador”, tan absurda como inútil en los negocios financieros de grandes dimensiones), el país (principalmente los más pobres) estaba carcomido por la inflación y el déficit público, con un grave deterioro de la salud, la educación y la calidad de vida de los venezolanos en general. Las universidades, masificadas durante la bonanza, habían degradado su rol formativo y sus exigencias académicas para convertirse en grandes receptoras y mantenedoras de una masa estudiantil cuyo mayor problema era simplemente mantenerse en la universidad.
A estas alturas teníamos un país pobre pero con ínfulas de rico. La segunda generación de políticos y empresarios no estuvo a la altura para resolver los problemas y a lo sumo intentó repetir sin éxito las soluciones de los sesenta. Los partidos políticos dejaron a un lado sus ideales para convertirse en verdaderas máquinas de corrupción a través de la repartija de privilegios, cargos y recursos. Los empresarios, en lugar de producir, se dedicaron a negociar prebendas y ventajas con los políticos y con funcionarios públicos mal pagados que fueron fácil presa de la “captura”.
Dentro del marco anterior, ¿no era acaso la llegada de “un Chávez”, cuestión de tiempo? ¿Cómo no iba a cundir el descontento entre la gente? Más bien era mucho lo que habían aguantado durante casi dos décadas. Esto no sólo contribuye a explicar la llegada de Chávez, sino también episodios como el famoso “caracazo”. Por cierto, un intento fallido de resolver la situación, que no parece reconocer el Sr. Casanova, fue el de los denominados “tecnócratas” (inicios de los noventa) con un Carlos Andrés Pérez que intentó en su segundo gobierno corregir los errores del primero. Sin embargo, el partido socialdemócrata Acción Democrática ya no era el mismo y estaba más bien por defender lo que consideraba “derechos adquiridos” (léase cargos y privilegios como los inspectores de aduana, los cobradores de peaje, los inspectores de impuestos, las coimas en obras públicas, etc.) y no por salvar país alguno. Por su parte, los tecnócratas estaban más preocupados de su “ego intelectual” y su prestigio internacional que por entender estas realidades y acercarse a la gente y al país. El primer resultado de este distanciamiento con la gente fue el ya mencionado “caracazo”, el segundo fue el primer intento de golpe de Chávez. En este momento, uno de los pocos políticos que leyó correctamente la situación fue Rafael Caldera, fruto de lo cual llegó a un segundo período de gobierno. No obstante, intentó resolver los problemas haciendo lo mismo de su primer gobierno (inicios de los setenta) y no fue exitoso, como tampoco –hacia el final– el intento de aplicar políticas más acordes con los tiempos.
A estas alturas, el mensaje antisistema (en contra del Pacto Punto Fijo) de Chávez caló en muchos venezolanos, cansados de ver como otros se repartían el botín generado por la riqueza petrolera. Chávez llega al gobierno con un mensaje bastante populista que posiblemente ni él mismo tenía claro. Posteriormente, en el ejercicio del poder, se va consolidando eliminando enemigos y aprovechando las debilidades del sistema para afianzar un esquema totalitario en el marco de una democracia formal.
Hugo Chávez no es causa sino consecuencia de una sociedad que no supo o no pudo generar acuerdos políticos y sociales para tener gobernabilidad. Ello no niega, exculpa o relativiza el totalitarismo chavista, por el contrario, permite situarlo en perspectiva. Si sacáramos por un momento a Chávez de la ecuación, ¿se acabarían los problemas de Venezuela? Esto es materia de otro articulo.
La bonanza petrolera, efectivamente, representa sólo uno de los factores a considerar en la actual crisis venezolana. Así, en el advenimiento de la actual tiranía totalitaria, este factor destaca como una arista del problema, y convertirlo en la causa solitaria de la crisis, equivaldría, al fin y al cabo, a reducir el todo a la parte. No obstante, hay una verdad que se impone por sí misma: vivimos en una sociedad de mercado en la que todo tiende a ser mercantilizado, y el mejor ejemplo es la actual crisis económica de la que aún el mundo no ha logrado recuperarse. Por esta razón, si bien concuerdo con el señor Casanova en que no se debe sobrestimar el papel jugado por este factor, tampoco se debe menospreciar. Cabría preguntarse cuál hubiera sido la evolución y el destino del gobierno chavista si no hubiera contado con los recursos provenientes de la mayor y más prolongada bonanza petrolera de la historia venezolana. Al menos su rol internacional no habría sido el mismo.
A mayor abundancia, las célebres palabras de Quevedo cobran, por su universalidad y vigencia, especial significado: “Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado, pues de puro enamorado, anda continuo amarillo, que pues doblón o sencillo, hace todo cuanto quiero, poderoso caballero, es don Dinero”. Siguiendo este línea, estoy de acuerdo con el señor Casanova cuando aclara: “es inexacto afirmar el pueblo de Venezuela es un pueblo cobarde y corrompido”, de hecho, no me referí en momento alguno al pueblo venezolano en esos términos. La riqueza petrolera jugó un papel importante en el desgaste de la elite dirigente, factor que, sin embargo, no puede ser valorado en forma aislada. Por otra parte, cuando me refiero a la crisis de la clase dirigente apunto a un sector más amplio y heterogéneo del identificado por el señor Casanova. Desde esta perspectiva, los irrefutables “desaciertos” cometidos en el plano de la educación y el rol de los medios de comunicación, responden, hasta cierto punto, a una crisis que ya se encontraba enquistada en las esferas dirigentes de la nación. De tal manera, cabe reiterar: pese a que las ingentes riquezas de Venezuela no pueden ser consideradas como la causa única del problema, resulta al menos plausible aseverar que allanaron el camino a la “revolución bolivariana”, entre otras razones, porque han permitido a Chávez nutrir su “revolución”.
La crisis de la clase dirigente venezolana se manifiesta, ante todo, en la inercia que predominó en ciertos sectores de la oposición a la hora de hacer frente a la arremetida del populismo. En palabras de Edmund Burke, “el mal triunfa cuando los hombres buenos no hacen nada” y cuantos ejemplos de ello ensombrecieron el aciago siglo XX. Dentro del marco anterior, por lo tanto, emerge la interrogante: ¿es Hugo Chávez causa o consecuencia? En suma, podríamos aventurarnos a afirmar que en momentos en que Venezuela necesitaba con apremio de una clase dirigente lúcida y cohesionada, ésta estuvo, en términos generales, muy lejos de la virtud heroica que señala el señor Casanova, y más aún, en cierta medida, preparó el terreno para la instauración de la “tiranía totalitaria”, al no advertir o hacer frente oportunamente a la crisis que se estaba gestando casi dos décadas antes de la llegada de Chávez al poder. Es así, por ejemplo, que la corrupción, pese a que no es evidentemente un fenómeno endémico a Venezuela, se convierte, sin embargo en un mal ampliamente tolerado. En palabras de Hilarie Belloc: “la corrupción al interior de una institución no necesita estar extendida para representar una amenaza” [Así ocurrió la reforma, Thau S. A., Buenos Aires, 1984, p. 49].
Por último, en referencia al presunto pesimismo que el señor Casanova percibe en mis palabras, el “camino difícil” que propongo está muy lejos de la desesperanza como antesala de las revoluciones. Por el contrario, supone, en efecto, la virtud heroica que hoy por hoy predomina en una oposición que lentamente ha comenzado a despertar del letargo, que ha elegido, en definitiva, nadar contracorriente. En este punto concuerdo plenamente con el señor Casanova. La valentía y el sacrificio de hombres como el P. Jorge Piñango, entre muchos otros, emanan de la virtud sobrehumana en la que reside, finalmente, la esperanza. Más allá de la “teoría de conspiración”, los clichés y los simples “antídotos”, conduce hacia puerto seguro resguardados de la actitud fatídica y de los ominosos vaticinios de Aldous Huxley y George Orwell. En otras palabras, debemos cuidarnos de aquellos hombres que pretenden sólo con sus ideas cambiar el mundo, la vía de las ideologías, de la revolución propuesta por Barrabás: de los remiendos nuevos para un vestido siempre viejo.




