De China a China

Joaquín Fermandois | Sección: Historia, Política, Sociedad

05-foto-1-autor1En “Granja de animales”, George Orwell explica magistralmente la dinámica de cómo, una vez concluidos, los combates mortíferos entre posiciones de “principio” o entre “ideologías”, o los holocaustos que acompañan a los procesos de “liberación”, aniquilan las ideas por las que combatieron sus adherentes, sacrificadas ante el altar del Gran Cambalache. El vencedor asume el proyecto del vencido, haciendo burla de los sufrimientos colosales que aquel impuso a sus partidarios para luchar por las metas ideales.

Con gran boato se han celebrado los 60 años de la fundación de la República Popular China. Se pudo percibir la autoafirmación orgullosa, con su pizca de arrogancia, de una potencia emergente que desde 1978 se ha transformado en el niño-maravilla de la economía internacional. El triunfo de Mao en 1949 fue uno de los grandes cataclismos políticos del siglo XX. El comunismo triunfaba en el país más poblado del mundo, en el estado con mayor continuidad histórica (desde el 221 a.C.). Su trueno resonó persuasivamente a lo largo del mundo. Con China, los países marxistas sumaban un tercio de la humanidad. Parecía que el futuro de manera infalible pertenecía al comunismo, se lo amara o se lo temiera. Era un argumento no menor en Chile hacia 1970, y algunos creíamos sin ninguna ilusión que quizás su triunfo era ineluctable.

Mao venció a los nacionalistas de Chiang Kai-shek tras una guerra civil de casi un cuarto de siglo. El combate inmisericorde entre nacionalistas y comunistas era por definir quién y cómo se efectuaría la modernización; fue un largo calvario sangriento hasta el desenlace final, martirizado además por la guerra con Japón. No terminaron las tribulaciones, ya que el maoísmo impuso su dominio de hierro en sucesivos experimentos para cambiar la naturaleza humana (no es exageración). Una de esas empresas, el Gran Salto Adelante de 1958, encabezado por Deng Xiaoping antes de caer en desgracia, costó 25 millones de vidas.

05-foto-21Deng, una vez enseñoreado del poder en 1978, impulsa la transformación que hemos visto en China. No se podría denominar de “comunista” al sistema actual. Se trata de un sistema autoritario de partido único como muchos del siglo XX (para comparar, hay menos libertad política que la que había en Chile en los ochenta), con gran libertad económica y derechos de propiedad, con libre movimiento y ciertas garantías en la vida privada. Sus logros no son menores en desarrollo económico, aunque quedan muchas décadas para que su población en su conjunto sea la de un país “desarrollado”. Sin embargo, no se puede desconocer que hoy cada chino está más seguro en lo político y económico de lo que jamás estuvo en el siglo XX. En este derrotero desde la convulsión de la guerra civil, a los horrores de la China de Mao, hasta la euforia material de hoy, no hay que olvidar la paradoja orwelliana. En efecto, esta China se asemeja mucho más al proyecto de Chiang, el nacionalismo antimarxista, que al marxismo genocida de Mao. No está mal. Con todo, es inevitable el sabor amargo, ¿para qué los sufrimientos inenarrables de la guerra civil y de la vida bajo Mao?

Habrá que descreer de todo sonoro estruendo retórico acerca de las ideas que revolucionan el planeta. Desde una posición de desengaño, se podría decir que sólo se trataba de quién se queda con el poder, para después ver qué se hace. El mensaje de esta paradoja china, más allá de la tentación de cinismo, es verla como una prueba más de que el debate de ideas y las reformas limitadas que admite una democracia consolidada, por desprovisto de gloria que sea, están más cerca de la verdad y objetividad que los gritos estentóreos por cambiar el mundo.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.