Bilingüe
Raúl Hasbún | Sección: Educación, Sociedad
Entender y hablar un idioma abre muchas puertas. Hay conceptos y sentimientos que se dejan comunicar por gestos; pero la palabra ha sido, es y seguirá siendo el instrumento cotidianamente eficaz para acercar los espíritus y aunar voluntades. Llegar a un país cuya lengua nos es por completo desconocida genera soledad y desvalimiento. En el estudio de ciencias sociales o empíricas, en el uso de tecnología, en el turismo, en la participación litúrgica, en los congresos internacionales de cualquier signo, en la aspiración a trabajar en otras partes del mundo, dominar otros idiomas es una ventaja facilitadora. Nuestro sistema educacional hizo bien en obligarnos, desde niños, a aprender el inglés y el francés. Quienes cursamos Filosofía en la década de 1950 debimos familiarizarnos con el latín, el griego y el alemán. Para la Licenciatura en Teología se agregaba el hebreo. Se agradece: fue una muy productiva inversión.
Sólo un detalle: ese sistema educacional, en todas sus fases y estratos, ponía énfasis prioritario en asegurar el recto dominio de nuestro idioma nacional. La cultura se entendía ligada con nuestra lengua. Pasamos años aprendiendo caligrafía, ortografía y leyes gramaticales. También se nos urgió, y muy severamente, la ortología: el arte de pronunciar correctamente y, en general, de hablar con propiedad. Ni en el colegio ni en el hogar se toleraba la coprolalia. Crecimos alimentando un santo orgullo y una santa responsabilidad de cuidar, como parte de nuestro patrimonio, el idioma nacional. Pronto comprendimos la sabiduría de esta ortodoxia verbal: las palabras reflejan el corazón, pero también lo retroalimentan, para bien o para mal. Cuando todo tiende a formularse de manera grosera, incoherente, casi incomprensible, fácilmente el corazón sigue la corriente del verbo y se contamina de oscuridad, sospecha y náusea. La desnaturalización o profanación del lenguaje arrastra consigo la corrupción de la mente y del corazón. Ello es particularmente grave cuando se ha nacido y vive en un país agraciado con el idioma español: rico, bello, impostado en la dignidad de ser hombre, que por algo ha visto a tantos de sus cultores ganar el Premio Nobel de Literatura. Cada día son más los hispanoparlantes, y al 2050 será el idioma propio del 6 por ciento de la población, superando al inglés y cediendo sólo ante el mandarín.
La obsesión de nuestras autoridades educacionales por convertir a Chile en país bilingüe (¿sabrán lo que significa?) sugiere un servil sometimiento a países y culturas angloparlantes, denota carencia de aprecio y cuidado por nuestro tesoro lingüístico y configura una anticipada renuncia a liderar, desde lo nuestro, un mundo globalizado que desprecia a quienes reniegan de su identidad. Constitucionalistas, maestros, padres de familia, comunicadores sociales: ¡uníos en la defensa de nuestro idioma patrio!
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Humanitas, www.humanitas.cl.




