Hombres de poca fe…

Editorial Alfa y Omega | Sección: Política, Sociedad

08-foto-11«La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad, o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un ‘ordenamiento’, y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter ‘moral’ no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse»: así de claro lo dejó escrito el Siervo de Dios Juan Pablo II, en su encíclica Evangelium vitae, de 1995. Y no menos clara es la cita que su sucesor, en su primera encíclica, Deus caritas est, hace, una década después, de La ciudad de Dios, del santo obispo de Hipona: «Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín», a lo que Benedicto XVI añade: «La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta está precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética».

08-foto-22No pueden ser más oportunas ni de la más palpitante actualidad estas indicaciones del magisterio pontificio. Si de algo está necesitada, con la máxima urgencia, nuestra democracia es, ciertamente, de una buena dosis de auténtica renovación moral, lo cual es tarea inútil proponiendo ese rearme moral de la sociedad, del que tantos hablan en los últimos tiempos, sin duda con buenísima intención, pero que no es más que un pobre sucedáneo si sólo cuenta con las propias fuerzas humanas que, en definitiva, están dominadas por esa implacable dictadura del relativismo, tan certeramente diagnosticada por Joseph Ratzinger, la víspera de su elección como Benedicto XVI, «que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos».

En esta cultura relativista, ¿quién se atreve a proponer la Ley eterna, de la que «toda ley recibe su validez y su fuerza obligante», como dijo Juan Pablo II a los gobernantes, en el Jubileo del año 2000? ¿No le tacharán de fundamentalista? Y, sin embargo, no hay otro camino de auténtica renovación, de la vida personal y de la vida pública, que esa Ley eterna, que se ha hecho presente en Jesucristo y en su Iglesia. He ahí el reto para el futuro de una democracia digna del hombre, del que no le es lícito desertar al cristiano.

Así lo dijo Juan Pablo II, en su Carta a las familias, de 1994: «Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que, con frecuencia, son dirigidas a los hombres del Gobierno, del Parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública». No es fácil el reto. Sólo hace falta la fe verdadera, inseparable de la razón. Justamente porque se trata de la Ley eterna, el uso adecuado de la razón ha de estar sostenido por la fe, y ésta, lejos de alimentar quimeras, es garantía de realismo, que propicia la auténtica renovación moral porque, aun en medio de tempestades, sabe que está el Señor:

08-foto-0-portada1«El primer servicio que presta la fe a la política –recordaba el entonces cardenal Ratzinger, arzobispo de Munich, en 1981, a los diputados católicos del Parlamento alemán– es liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible, en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre la cosa más difícil; la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama grandes hazañas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible, parece, en cambio, una renuncia a la pasión moral, tiene el aspecto del pragmatismo de los mezquinos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la seducción de los grandilocuentes con la que se juega con la Humanidad, el hombre y sus posibilidades. No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es de Dios. En cambio, sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones del hombre y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras del hombre. No es en la ausencia de toda conciliación, sino en la misma conciliación donde está la moral de la actividad política». No seamos hombres de poca fe.




Nota: Este artículo corresponde a la editorial del último número de Alfa y Omega, dedicado especialmente al tema “Ética y futuro de la democracia”. www.alfayomega.es.