El matrimonio, grandeza y misterio
Luis Fernández Cuervo | Sección: Familia, Sociedad
No es raro que muchos, hoy día, no entiendan lo que es un verdadero matrimonio. Ni los que permanecen todavía –muchos de ellos, sin culpa– en un estado semi-animal, ni los que ya fueron pervertidos por la anticultura ambiente, pueden comprenderlo, porque ellos entienden, por amor, sólo el placer sexual, más o menos adornado de sentimientos, y por matrimonio, cualquier tipo de convivencia sexual. Si el amor y el matrimonio fuera eso, tendrían razón los homosexuales en querer llamar matrimonio a sus uniones y compromisos sexuales. Pero el matrimonio no es nada de eso.
El matrimonio es un compromiso de amor total entre un hombre y una mujer. Una mutua entrega, una entrega total. Y totalidad exige exclusividad. No puede haber un tercero, una tercera, en esa entrega. Y totalidad también exige que sea para siempre. Mayor que esta excelencia de amor humano verdadero, sólo se encuentra en el celibato que renuncia a ese bien excelente y se entrega, por amor, a Dios para siempre.
Quede claro que el amor verdadero no es un sentimiento. Tanto en el matrimonio como en el celibato, el amor es una decisión de la voluntad, un acto de libertad personal. Y en esa mutua entrega entre un hombre y una mujer, la entrega incluye a toda la persona, en cuerpo y en espíritu. El amor no es un sentimiento pero se acompaña, se cubre y se potencia, con sentimientos y el amor conyugal se consuma y se acrecienta en la unión y goces sexuales.
Muchos de los lectores pueden sonreír o burlarse de todo lo anterior; también, y tal vez más, de lo que sigue a continuación. Es lógico, son ciegos convencidos de que ven y desorientados que piensan que cabalgan a lomos del progreso.
El cristianismo no inventó el matrimonio. Estaba en la naturaleza humana, era obra de Dios. Se practicó, por siglo, en la casi totalidad de las culturas, incluyendo las más primitivas. Se protegió por las leyes morales que los más sabios inculcaron y se afianzó con ritos de sentido religioso. El cristianismo vino a dignificarlo aún más, haciendo de él un sacramento y revelando su esencia más profunda, su misterio religioso. San Pablo lo expresó muy bien cuando dice en su carta a los Efesios que, por la unión matrimonial de un hombre con una mujer, pasan los dos a ser “una sola carne”. Para añadir enseguida: “Gran misterio es éste, pero yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 31-32)”.
Con otras palabras así lo dice también un autor actual, del cual solo sé el libro donde las encontré: “la unión conyugal entre el hombre y la mujer es un acto sagrado, un eco en la carne y el corazón humanos de la historia de amor de Dios con su pueblo, y por ello constituye en sí misma una renovación de la Alianza. No me cabe la menor duda de que, en ese momento, cuyo alcance y trascendencia sobrepasa con mucho el estrecho campo de visión de nuestros ojos, el hombre y la mujer están siendo instrumentos privilegiados de un acontecimiento esencialmente divino, y en ese acontecimiento el ser humano es un invitado de honor que debe acercarse con suma reverencia a las puertas del Misterio.” (“Las siete palabras desde la cruz” de José-Fernando Rey, 1998). Por eso, la Iglesia Católica, contra lo que creen o dicen algunos, ve la unión sexual de los casados, y el placer que conlleva, como algo muy bueno, incluso santo, cuando es expresión del mutuo amor matrimonial y no una utilización del otro cónyuge como puro objeto de placer egoísta.
El filósofo Gustave Thibon comenta: “El matrimonio debe encaminarse a la plenitud sexual, pero a una plenitud sexual que sea al mismo tiempo una plenitud humana, (…) la castidad conyugal no reside en la negación de la carne en provecho del alma, sino en la adopción y el desarrollo de la carne por el alma. Nietzsche ha dicho sobre esto unas palabras supremas: ‘En el verdadero amor, el alma envuelve al cuerpo’”.
De modo semejante lo expresa el psiquiatra español Enrique Rojas: “La sexualidad es un lenguaje cuyo idioma es el amor: por eso la relación sexual debe estar presidida por el amor a la otra persona, que es una entrega rica y diversa, que no sólo se produce en el terreno de la sexualidad. Amor personal comprometido, estable, que vincula lo corporal, a lo psicológico y a lo espiritual”.
Hoy día, las personas más sagaces se dan cuenta de que el fracaso de tantos matrimonios es porque nunca llegaron a una entrega amorosa completa. El cálculo egoísta en sus diversas formas (autorrealización, sexualidad viciosa, negación a tener muchos hijos, etc.) mató el amor y arruinó su matrimonio.




