¿Por qué a los jóvenes les cuesta enamorarse?
Juan Carlos Aguilera | Sección: Familia, Sociedad
Los jóvenes de la llamada sociedad de la información no son distintos de aquellos que los precedieron, desean relaciones verdaderas, están en búsqueda de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello, encarnado en alguna persona en quien confiar, admirar, en fin, amar. Pero, como señala un autor, “los jóvenes acampan fuera de la ciudad, se sienten temidos, pero no queridos”. La búsqueda de sí mismos en otro, queda interrumpida, al no hallar en la realidad aquello que anhelaban. A los jóvenes les cuesta enamorarse ya que, en cierto sentido, son el reflejo de una sociedad que rinde culto al escepticismo expresado en la actitud casi patológica de no creer en nada ni en nadie y en la que las relaciones personales encuentran fundamento en la filosofía de la duda, de la sospecha; al cinismo como manifestación de una falsa superioridad, ayuna de sabiduría y compromiso con el otro; a la inmadurez retratada en la exigencia de la satisfacción inmediata de todo deseo, personificada en el típico niño mal criado que con los años se convierte en el “hijito de papá”; a la exaltación de la afectividad que arde, como diría Chesterton, con lo intrascendente y no se inmuta ante lo sublime; a la exacerbación de la rapidez, el cambio y la prisa, que sitúan a la persona en la sociedad del espectáculo sin consideraciones por la intimidad y derechamente la indiferencia por el otro.
El enamoramiento, cuesta que despunte y muchas veces queda en una promesa incumplida, aunque profundamente anhelada, porque los jóvenes han sido maltratados por la carencia de códigos culturales que les permitan leer la gramática de la vida y dar, entonces, un sentido valioso e inteligente a la existencia. Maltratados afectivamente con la herida dolorosa del divorcio que no favorece la fe en el otro y tampoco, al parecer, en el futuro. Agobiados, por las caricias edulcorantes, despersonalizadas, permisivas, sin exigencia alguna, que les impiden crecer en criterios morales y emprender rumbo a la excelencia humana que todo joven desea alcanzar.
En tal escenario los jóvenes, que quisieran encontrar en la realidad el germen del amor y no lo encuentran, vuelven sobre sí mismos para quedar encerrados en sus sensaciones e imaginación, características propias de un individualismo que confunde amar con sentir, realidad con fantasía. De ahí que esta etapa de personalización, de descubrimiento y también de prueba se traduzca en una autoafirmación negativa del yo, expresado en los rasgos típicos del narcisismo y, por tanto, en la incapacidad para establecer vínculos interpersonales duraderos, o, peor aún, provocar sufrimiento a sí mismo y a las personas que se supone debería querer. Enamorarse no está de moda, no así, “andar”, “tener amigos (as) con ventaja” y otras formas de vivir de manera impersonal aquella etapa maravillosa en la que consiste la primera estación del amor.
Hay, sin embargo, otros aspectos que pueden explicar el no atreverse y arriesgarse a buscar el sentido de la vida, contando con otro (a). El miedo a ser rechazados, característica de personalidades débiles, carentes de fortaleza y riqueza interior, que desean el éxito rápido sin esfuerzo. El aburrimiento, que invade a los jóvenes que desean más la novedad y considerar el tiempo en forma únicamente fugaz, en el que no es posible experimentar la paciencia acompañada de serenidad y esperanza, virtudes radicales que permiten instalarse en el camino del amor. La incapacidad de vivir la cotidianeidad, es decir, lo de cada día, no simplemente como un mero transcurrir sino de manera serena y, a la vez, fecunda, en la que es posible encontrar, en lo de siempre, aspectos nuevos de la persona enamorada. Y es que lo de siempre, lo lento, como dirían algunos jóvenes de hoy, se vuelve insoportable y también las personas aquellas con quienes el compartir resulta una camisa de fuerza de la libertad entendida como un “hacer lo que me venga en gana”, sin advertir que la libertad es más bien elegir el bien del otro y realizarlo o, para decirlo en clave amatoria, desear el bien del otro. En este sentido, la instantaneidad de las comunicaciones, el mensaje de texto, el chat y otras formas de comunicación abreviada en las que la respuesta muchas veces irreflexiva y con matices puramente lúdicos, no son aliados que colaboren en la decisión de arriesgarse a vivir la primavera del amor.
Quizás la razón más profunda, desde una perspectiva antropológica, del porqué a los jóvenes les cuesta enamorarse puede ser el que no han sido amados y, por tanto, no han aprendido a amar, convirtiéndose en analfabetos de la afectividad. La tarea, entonces, resulta evidente; alfabetizar afectivamente a nuestros jóvenes: creer en ellos, saber que pueden ir a más, ser mejores. Quererlos, con esa difícil dosis de “ternura y firmeza” que solamente los varones y mujeres prudentes y justos pueden dar y exigir y que constituye el entrenamiento indispensable para encarar con pasión e ilusión la primera estación del amor.




