¿Dónde está la revolución?
Anne Applebaum | Sección: Historia, Política
Hemos estado esperando y esperando, pero la ampliamente predicha reacción europea –contra el capitalismo, contra los mercados libres, contra la derecha– no ha llegado. No hay exigencias de revolución marxista, no hay llamados a la nacionalización de la industria, ni siquiera una campaña en Europa para lo que el Gobierno de Obama llama “estímulo”, una política más coloquialmente conocida como “gasto gubernamental masivo”.
Por el contrario: en las elecciones para el Parlamento europeo del último fin de semana, el capitalismo triunfó, al menos en su sentimental forma europea. Ciertamente estas elecciones son curiosas. Vota en ellas mucho menos gente que en las nacionales y los que sufragan son mucho más distantes respecto de lo que sus diputados, una vez elegidos, realmente hacen.
La acumulación de poder real en el Parlamento europeo no parece haber tenido efecto alguno en su imagen popular, la que todavía corresponde a una institución que nada hace, compuesta de un grupo de políticos que le cuestan a todos una fortuna en pasajes de avión. Por eso, partidos marginales, como la así llamada extrema derecha, siempre atraen votantes que protestan y les va inusualmente bien.
Aun así, las elecciones parlamentarias europeas entregan la única instantánea política continental, completa y simultánea actualmente disponible. Mientras las elecciones nacionales se realizan en diferentes momentos y de acuerdo a reglas distintas, estas recientes votaciones europeas (las más amplias en la historia) se concretaron durante un período de cuatro días, de acuerdo a las mismas normas y en 27 países. Y en esta oportunidad nos dejaron una historia inusualmente consistente, con algunas excepciones.
En Francia, Alemania, Italia y Polonia, cuatro de los seis países europeos más grandes, los gobiernos de centro-derecha recibieron apoyos inesperadamente entusiastas. En los otros dos países más grandes, Gran Bretaña y España, los partidos de izquierda gobernantes fueron golpeados, tal como le pasó a los socialistas en Hungría, Austria y en todo otro lugar.
En algunos lugares fueron realmente severos: En Londres, el último fin de semana, apenas podía caminar sin ser asaltada por los titulares de los diarios, todos calificando al gobierno laborista de Gordon Brown como débil, corrupto, cansado, arrogante y, sí, muy impopular. En algunas circunscripciones los candidatos al Parlamento europeo del gobernante partido Laborista terminaron terceros, detrás de grupos marginales que habitualmente ni son mencionados. Los ministros británicos renuncian con tanta velocidad al gabinete, que es difícil seguir la lista (creo que cuatro en la última semana.)
Pero ¿cómo es posible que a la derecha europea le vaya tan bien –y tanto mejor que a su contraparte en los EEUU– durante la que es ampliamente descrita como una crisis global del capitalismo?
En parte, al menos, los europeos están ganando porque sus líderes tienen el coraje de tener convicciones económicas.
Porque mientras efectivamente los Estados de bienestar europeos continentales han desarrollado pesados engranajes en los últimos seis meses, ciertamente hay pocos equivalentes de los programas deficitarios de George W. Bush o de los frívolos gastos de Barak Obama. Y donde los ha habido, como en Gran Bretaña, por ejemplo, los altos gastos difícilmente han significado popularidad.
La versión teórica de esta distancia entre Europa y los EEUU es la reciente disputa entre el historiador económico Niall Ferguson y el economista Paul Krugman, conocidos ambos por sus polémicas en la prensa y por su producción académica.
Muy claramente, Ferguson y el gobierno alemán piensan que los enormes déficits y petición de préstamos de los gobiernos, llevarán a la inflación y finalmente al colapso de la moneda.
De modo igualmente claro, Krugman y el gobierno de los EEUU piensan que eso es un error. Que quede claro que Ferguson es, al menos por su origen, un conservador inglés. Y debe quedar claro también que no hay polemistas republicanos en EEUU que estén argumentando como él, de modo tan público.
Con unas pocas excepciones, las más fuertes y mejor posicionadas voces centroderechistas en los EEUU, en gran parte de la década pasada se han enfocado casi exclusivamente en la seguridad nacional.
Se dijeron palabras de compromiso a favor de un “gobierno pequeño” y de los “gastos reducidos”, mientras los sucesivos congresos de mayoría republicana, de la mano con una Casa Blanca también republicana, agrandaban el gobierno y gastaban como locos. ¿Cómo pueden ahora criticar al posiblemente letal déficit presupuestario de Obama cuando los suyos fueron tan grandes y tan recientes?
Esto no significa que alguno de los conservadores europeos necesariamente tendría éxito electoral en los EEUU (imagínense a los paparazzi y a las amantes juveniles de Berlusconi en campaña en Mississippi) y también es cierto que entre ellos no tienen mucho en común: Efectivamente la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy con dificultad estarían juntos en la misma habitación.
Pero, por lo menos, el éxito de la centroderecha europea durante la reciente crisis prueba que hay algo valioso en su fórmula. Son fiscalmente conservadores y son al menos socialmente centristas, aunque no sean socialmente liberales.
Y no han sido arrasados por la moda de gastar mucho, están tratando de mantener cierta apariencia de salud presupuestaria. Y, por lo menos en estos días, ganan elecciones.
Nota: La autora de este artículo, originalmente publicado por The Washington Post, también escribió “Gulag, Una Historia”.




