El niño perfecto… hasta que crece

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Familia, Sociedad

Normalmente, cuando se habla de los problemas de la planificación familiar artificial, nos detenemos en las cuestiones morales que plantean los instrumentos técnicos utilizados, desde los anticonceptivos y el preservativo, hasta el destino final de los embriones sobrantes de la fecundación in vitro. Sin embargo, hay un aspecto de capital importancia que suele pasar desapercibido: la relación entre los vicios de una planificación familiar artificial desenfrenada y la deseducación de los hijos.

Aspecto paradójico, porque, de buenas a primeras, ¿quién estaría más dispuesto a dedicarse a educar a un hijo que aquel que lo buscó en el momento en que se sintió preparado (y lo evitó antes) y que, dentro de sus posibilidades, se aseguró de que fuera sano, fuerte y sin defecto alguno?

Curiosamente, el problema está precisamente allí, en esa intención expresa de tener un niño perfecto en la situación ideal. Evidentemente, no estamos hablando aquí de paternidad responsable, sino del diseño del proyecto “hijo” como quien planifica la construcción de una casa.

En el fondo, esta mentalidad busca “mejorar un resultado” natural a través de la modificación artificial de las circunstancias externas. Algo que, mientras el niño es poco más que un cachorro de especie humana, funciona perfectamente. Pero el punto es que lo específico de la educación es exactamente lo contrario: la relativa indiferencia de los medios artificiales, porque siempre se puede educar bien. Para educar bien basta (nada menos que) la voluntad de hacerlo bien y la virtud personal; todo lo demás es útil, pero prescindible.

El más claro síntoma de esta mentalidad es la radical asimetría entre la sobreprotección obsesiva del niño durante sus primeros años de vida (particularmente notoria en las culturas del hijo único) y su sistemática deseducación apenas comienza a tener uso de razón, llegando a un total abandono durate la adolescencia, porque, a pesar de que “le dimos todo”, simplemente “no tiene remedio”.

Detengámonos brevemente en un proceso archi conocido, quizás caricaturizado, pero no eso menos identificable en la vida cotidiana.

Comenzamos por la pregunta sobre cuándo y en qué condiciones quiero tener a mi hijo. Como se ha hecho ver muchas veces, el paso de aquí a la selección artificial (es decir, a la eugenesia) es mera cuestión de grados. Después de todo, visto que decido el momento y el modo, parece razonable evitar también el sindrome de Down (desechando embriones o abortando), las malformaciones, y las enfermedades hereditarias, incluso aquellas que son inciertas (como el riesgo de cáncer de mama o de diabetes a los cuarenta años…). Todo esto, obviamente, para evitar los sufrimientos (del niño, por supuesto) que conlleva una vida semejante. Y ya que estamos, podemos elegir también el sexo. Si no sale lo que queríamos, lo intentamos de nuevo. Mmm…. sí, medir menos de un metro setenta es defecto físico. No ser rubio también. Evitémoslo. La caricatura es extrema, pero el razonamiento es idéntico.

Una vez nacido el niño perfecto, se forma una biblioteca de manuales de instrucciones sobre sueño, alimentación, entorno y relación con la familia. Teorías que afirman que en los primeros meses sólo debe relacionarse con la mamá, o que no puede ver la luz durante la primera semana, hasta técnicas (verdaderas torturas) para lograr que, desde el segundo mes de vida, empiece a avisar para ir al baño (sic). Las horas, frecuencias e ingredientes de las comidas asumirán nivel de precepto. Las visitas fuera de horario, serán anatema. Todo está absolutamente programado, porque sabemos perfectamente qué le hace bien y qué le hace mal. Evidentemente, a poco andar tendrá algunos caprichos (por ejemplo, a los dos años tendrá el pelo largo “porque a él le gusta así”) que lo harán intolerable, pero es que lo educamos con una personalidad fuerte, para que no se deje avasallar por nadie.

Todo lo cual puede estar muy bien. Siempre y cuando seamos capaces de trascender el mero razonamiento técnico cuando la tarea no sea decidir los ingredientes de la comida, sino inculcar hábitos. Es aquí, en el preciso instante en el que ya es imposible seguir tratándolo como un juguete de las propias expectativas, que el corto circuito se hace difícilmente eludible; porque ya no sirve darle cosas, sino, al contrario, exigírselas. El resultado final no dependerá ya de los medios técnicos que usemos, sino de la libérrima voluntad de este sujeto que tuvo la desagradable ocurrencia de dejar de ser una decorativa niñita que come a la hora y está siempre impecable, para transformarse en una indescifrable y tenebrosa adolescente. A estas alturas no hay manual que nos salve: definitivamente, algo falló en el proceso. Pero nosotros pusimos todo, así que debe ser culpa del doctor; ¿y si lo demandamos?

Estas diversas etapas, aparentemente tan contradictorias, son sólo la continuación temporal de un idéntico razonamiento. Que es un razonamiento técnico, no moral. La pregunta técnica es “qué pasos debemos seguir (o qué tenemos que comprar) para tener un niño perfecto”; absolutamente diversa de la pregunta moral: “cómo debemos comportarnos para educar una persona buena”. En términos más radicales, es la diferencia entre un frívolo querer “tener un hijo” y el profundo “querer formar una familia”.

Desde esta perspectiva, se ve que la deseducación no es una cuestión realmente diversa de esa mentalidad que desnaturaliza la fecundidad natural a través de la anticoncepción (que transforma a la prole en un producto que se adquiere a voluntad) o de la fecundación artificial (que, por fuerza, exige seleccionar embriones “aptos” y desechar el resto). No es una cuestión realmente diversa porque es sólo una concreción diversa (o no tanto) de esta misma mentalidad.

En última síntesis, una persona nunca será lo que sus padres quieren que sea, por mucho que lo seleccionen o manipulen. Sólo si realmente se lo educa, si se renuncia a modelarlo según un proyecto artificial, esa persona podrá superar cualquier mezquina previsión humana: será un hombre bueno.