El Concilio Vaticano II y el Cristianismo

Carlos A. Casanova | Sección: Historia, Religión

El Cristianismo es el seguimiento de Cristo y la aceptación de su Evangelio. Presupone que el hombre es una criatura no enteramente sumida en el tiempo, sino capaz de elevarse desde el puro pasar de las cosas materiales a la contemplación de las realidades eternas, al menos el eterno poder y la divinidad de Dios (Romanos 1, 18-21). Pero, sobre ese fundamento, nos pide aceptar las realidades divinas y humanas tal como Cristo nos las ha revelado: un Dios, tres Personas, una naturaleza humana, una Encarnación, una Fe, el pecado, la necesidad de la redención, la gracia, la expectación del antiguo Pueblo Elegido, la realización de las profecías, la vida de Cristo en la tierra, su predicación, la fundación y organización de la Iglesia (con los Apóstoles [nuestros actuales Obispos], los presbíteros o epíscopos de las epístolas a Timoteo y Tito [nuestros actuales presbíteros], los diáconos y, luego, los sucesores de los Apóstoles –ándres dedokimásmenoi hýp tôn apostólon de la II epístola a los Corintios [8, 22] y de la epístola de Clemente a los Corintios [43-44]), la caridad que perfecciona la fe, la esperanza, la abolición de los preceptos judiciales y ceremoniales, la confirmación de la ley moral, los sacramentos, y, coronándolo todo, la Cruz de Cristo, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”, y la Resurección, Ascención y Constitución de Cristo como Rey del universo al que todas las cosas le están sometidas. Ninguna de estas cosas puede cambiar, excepto las que pertenecen al “estado de vía” y serán sustituidas cuando acabe la historia, bien sea para todos, al fin de los tiempos, o para cada uno, con la muerte.

El Concilio Vaticano II no pretendió ni podía pretender cambiar nada de esto, sino, más bien, abrir un diálogo con el mundo en cuanto creatura divina, no en cuanto enemigo de Dios. Ni siquiera pretendió definir ninguna verdad porque se hubiera puesto en duda o hubiera sido atacada por algún hombre o grupo de hombres. Sin embargo, uno de sus frutos fue la reforma litúrgica que, entre otras cosas y acertada o desacertadamente o quizá en parte acertada y en parte desacertadamente, también pretendió acercar los ritos al pueblo laico. Cuando algunos se apartaron de la Iglesia porque juzgaron que esos cambios afectaban el corazón del Sacramento de la Eucaristía, por ejemplo, mostraron que seguramente Dios había ordenado el Concilio para que los católicos no nos aferráramos a ritos que, por muy bellos que fueran, no eran esenciales. La fórmula de consagración del vino es un ejemplo paradigmático, pues en el Canon Romano se habían mezclado palabras sin apoyo escriturístico y de las que incluso los teólogos más profundos habían llegado a dudar sobre si constituían parte de la forma del sacramento o no. La reforma litúrgica fue, pues, una oportunidad dada por Dios para purificar nuestro culto, para distinguir la institución original del ropaje, digno y hermoso, con que la piedad cristiana la había cubierto.

Pero, cuando los enemigos de la Iglesia y muchísimos “teólogos” tomaron el Concilio como una ocasión para introducir una “hermenéutica” en la que se sustituían las realidades iluminadas o reveladas en Cristo por un “lenguaje” o unos “textos” que debían “reinterpretarse” en cada época histórica, las intenciones de estos hombres parecían mucho más desviadas que un simple apegamiento a ritos antiguos. Se trataba de una subversión radical de la Iglesia, subversión difícil de distinguir de aquella otra, movida por el antiguo odio del mundo y el infierno contra Cristo y los cristianos.

El conflicto entre la Iglesia y los sostenedores de esta “hermenéutica” se-dicente “moderna” o “postmoderna” fue inmediato, y la ocasión la dio la reafirmación por el Papa Paulo VI de las exigencias de la ley moral en materia de contracepción. Esos que estaban ansiosos de controlar el crecimiento poblacional de los países y pueblos de culturas que veían como rivales, esos que querían dar rienda suelta a sus pasiones y evitar la responsabilidad que naturalmente se sigue de ello, y esos que querían tomar el lugar del Magisterio para servirse a sí mismos, se aliaron en un gran “Non Serviam” que hacía eco a la batalla primigenia.

Desde entonces, se ha pretendido dividir a la Iglesia con categorías que son puramente ideológicas, que no tienen sentido aun cuando se aplican a la sociedad política, pero que le son enteramente ajenas al Cuerpo Místico de Cristo: “conservadores” y “progresistas”. Ciertamente, el hecho de que estas categorías sean usadas por teólogos católicos y aun por eclesiásticos, es señal de lo que decía Paulo VI: el humo de Satanás se ha colado en la Iglesia. Pero el hecho de que esas categorías reciban eco y apoyo entusiasta de los medios de comunicación social, es señal de que hoy como ayer hay un “mundo” que se resiste a recibir la redención y es enemigo de la Cruz de Cristo, la cual es “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”.

Me parece que Dios permitió la desobediencia de Lefebvre y de sus seguidores, y su apego a los ritos antiguos, para desenmascarar la grave pero oculta apostasía que parece afectar a muchos cristianos que se llaman a sí mismos “progresistas”. Lo que ellos quieren decir cuando así se auto-denominan es, con frecuencia, que rechazan, como si perteneciera a la época anterior al Vaticano II, cualquier cosa que en la Iglesia sea contraria a su intento de congraciarse con el mundo enemigo de la Cruz de Cristo, con el mundo que quiere una salvación inmanente al tiempo, con el mundo que quiere instaurar un grosero antropocentrismo, que quiere expulsar a Dios de la memoria de los hombres, que quiere borrar toda huella de lo divino y de lo sobrenatural.

Es claro que hay quienes se oponen a la reconciliación con los lefrebvistas. Ellos, que han desobedecido o promovido la desobediencia sistemática al Magisterio, ahora alegan que los lefebvristas deben ser forzados a aceptar el Magisterio antes de ser acogidos plenamente por la Iglesia. Invocan el Vaticano II, pero no se refieren a las Actas del Concilio, que nada contienen de lo que ellos les atribuyen, sino a la “hermenéutica” que las siguió. Sería bueno, por ejemplo, que Hans Küng probara a someterse al Magisterio de Humanae Vitae o de Fides et Ratio o de Evangelium Vitae (que, por cierto, a diferencia del Vaticano II, contiene declaraciones magisteriales ex cathedra).

Quiero aludir a un aspecto particular, porque es obvio que tiene la mayor relevancia, a juicio de los medios de comunicación. Me refiero a la cuestión judía. Las declaraciones del Obispo Williamson en esta materia me parecen irrelevantes desde el punto de vista del asentimiento a la Fe (no hay dogmas sobre hechos históricos posteriores a la muerte del último Apóstol), y si tienen relevancia será historiográfica y moral (por las actitudes de desconfianza ante la manipulación de la información que, sin duda, se ha dado, y, también, por una posible falta de caridad –Dios juzgará– que haya podido exacerbar esas actitudes). Más relevante es que se sostiene que la Iglesia ha cambiado su posición ante los judíos después del Concilio Vaticano II.

Cuando se revisa Nostra Aetate, se ve que sencillamente confirma la doctrina escriturística: que no se puede sostener que todo el pueblo judío en tiempos del Señor le dio muerte a Cristo, y que tampoco se puede sostener que sus descendientes hayan dado muerte a Cristo. Siempre supieron los cristianos que los Apóstoles y María y todos los discípulos de Cristo, y Simón de Cirene, y las hijas de Jerusalén, etc., eran israelitas. Además, el cristianismo, siguiendo a Isaías y otros profetas, siempre ha enseñado que no cargan los hijos con la culpa de los padres. Se rechaza, además, en Nostra Aetate, el antisemitismo, lo cual, como veremos, tampoco es nuevo; y se condena la “discriminación” basada en la religión. ¿Da esto pie para que algunos judíos y gentiles sostengan, como se ha hecho, que el Nuevo Testamento es “anti-judío” y de algún modo causa del Holocausto? La Conferencia de la Iglesia Anglicana de Estados Unidos de 15 de junio de 2006 ha llegado tan lejos como para tildar a los Evangelios de “documentos anti-judíos”, que deben depurarse para su uso en las reuniones litúrgicas. En un espíritu semejante se ha acusado a Pío XII de ser el “Papa de Hitler”, y se lo sigue acusando, a pesar de la abrumadora evidencia histórica que demuestra que Pío XII fue el principal redentor de judíos durante la persecusión nazi (Cfr. http://www.barhama.com/PAVETHEWAY/gilbert.html). De manera parecida se acusa a veces a los católicos polacos de antisemitismo. Abraham Fox, Presidente de la Liga Antidifamación, fue rescatado por una católica, una viuda polaca, que, al igual que otro millón de sus compatriotas, arriesgó en ello su vida y las de sus hijos. Ella lo recibió en su casa cuando era un bebé y lo crió como a un hijo más, a solicitud de los padres de aquél, cuando los nazis se anexaron Polonia (cfr. E. Michael Jones. The Jewish Revolutionary Spirit and Its Influence in Western History. Fidelity Press. South Bend, 2008, pp. 1027-1028).

En realidad, el Nuevo Testamento no es anti-judío, sino que refleja las tensiones que se produjeron entre los israelitas cuando el Mesías esperado por todos se convirtió en piedra de escándalo y fue aceptado por unos y rechazado por otros. Entonces, la Escritura en sus últimos libros anunció el cumplimiento de algunas profecías de uno de los primeros libros, y ratificó otras que habrían de cumplirse más tarde. Deuteronomio 4, 25 y ss; 27, 26; y 28, 15 y ss, anuncian que el pueblo de Israel, por no llevar a cumplimiento la Ley que Yahveh le ha dado, será maldito, desaparecerá de la tierra que se le prometió, será dispersado por toda la tierra después de un largo asedio y de calamidades inmensas. Allí, en la dispersión, servirá a dioses extraños (Efesios 5, 5) y no tendrá tranquilidad, sino un alma angustiada. Pero, luego, en los últimos tiempos, se convertirá a Yahveh, su Dios, que es misericordioso (4, 30-31). La epístola a los Gálatas repite la maldición, que nada tiene que ver con Mateo 27, 25, sino que es mucho más terrible por encontrarse en la Torah (Dt 27, 26; Gálatas 3, 10). San Pablo sabe que tampoco quienes están bajo la ley pueden vivirla. Cristo vino a dar cumplimiento a la ley (Mt 5, 17), pero aboliendo los preceptos judiciales al extender el Pueblo o la Iglesia a toda la humanidad, sustituyendo los preceptos ceremoniales por medio de su Sacrificio (Epístola a los Hebreos), y revelando el espíritu de los preceptos morales; además, Cristo nos hace vivir bajo la Fe, en la que Dios nos da la gracia y el Amor para vivir santa (aunque no impecablemente) por gracia y misericordia, no por la fuerza de la propia justicia (cfr. Romanos 10, 3; 3, 1 y ss.; Gálatas 5, 6; etc.) Porque sin la gracia de Cristo, y sometidos a todos los preceptos de la Torah y a las interpretaciones rabínicas o talmúdicas, el pueblo judío que no recibió a Jesús como Mesías quedó bajo una Ley conforme a la cual no puede vivir (Gálatas 6, 13), y por eso quedó sometido a la maldición mosaica. Cristo retomó la Alianza hecha con Abraham, en la que fueron bendecidas todas las gentes, pero, al llevar a su cumplimiento la alianza hecha con Moisés, sustituyó por ella la Nueva Alianza de la que Él es el fundamento (cfr. Gálatas 3, 15-29; y 4, 21-31). Además, no queriendo compartir la condición de pueblo elegido con los goyim (cfr. Gálatas 4, 17; I Tesalonicenses 2, 15), y defraudados en sus esperanzas de un reinado mesiánico político, los judíos se sentían “perseguidos por la Cruz de Cristo”, aun cuando eran más bien los cristianos quienes eran perseguidos por ellos, tanto en el siglo I (cfr. Gálatas 4, 29; 6, 12; Efesios 3, 1), como en el siglo II y bajo Juliano el Apóstata. Esta actitud hacia los goyim cristalizó en el Talmud, por cierto. Sin embargo, a diferencia de lo que se dice de ordinario, la animosidad de los gentiles hacia los judíos que describe el libro de Ester o La Guerra de los Judíos de Flavio Josefo (recuérdese que los de Antioquía de Siria y los de Alejandría deseaban expulsar o exterminar a los judíos, lo que en ese tiempo habría montado a una expulsión o un exterminio de los cristianos, igualmente, pero ni el Emperador, ni el Gobernador Romano ni Dios lo permitieron: capítulos 9 y 22), fue suavizada por el triunfo de la Iglesia contra el paganismo romano. En efecto, los pastores de la Iglesia, desde el comienzo y hasta nuestros días, ordenaron que ni se intentara convertir por la fuerza a los judíos ni se les hiciera violencia alguna por ser judíos, si bien advirtieron también a los fieles que no se dejaran seducir por el naturalismo que el antiguo Pueblo Elegido profesaba ni por su rechazo del Logos. (Los musulmanes fueron casi siempre también tolerantes con los judíos, y, en cambio, casi nunca con los católicos: recuérdese la matanza y expulsión del siglo IX, por ejemplo). Fue solo cuando la Iglesia perdió su ascendiente sobre Europa cuando un movimiento neo-pagano pudo planear un exterminio tan completo de los judíos como el que fue planeado en Persia, según el libro de Ester.

Pero el Nuevo Testamento no sólo habla de la maldición de Deuteronomio, que comienza a cumplirse con la destrucción de Jerusalén y el Templo, predicha por Jesús en términos semejantes a los del libro mosaico. También nos enseña que Jesucristo es el fundamento para una reunión de los “dos pueblos en uno”, por haber derribado “el muro de separación, la enemistad”. El edificio de la salvación está ahora construido sobre el fundamento de los Apóstoles y de los profetas, pero la piedra angular, tanto para gentiles como para judíos, es Cristo (Efesios 2, 14 y 20-21). Jerusalén es hoyada por los gentiles, pero sólo mientras dure “el tiempo de los gentiles” (Lucas 21, 24). Volverá el tiempo de los judíos, aunque nadie sabe cuándo, y sólo a través de tribulaciones y apostasías de las que habla el Nuevo Testamento, pero que no se pueden tratar ahora. Seguramente tal es la época a que se refiere Deuteronomio, con la conversión de los judíos, y a la que se refiere también la Epístola a los Romanos 11, 23-27. (Mi interpretación de todos estos textos está inspirada en John Henry Newman).

Ésta es la enseñanza salvadora que el Magisterio no puede cambiar. En el fundamento de la Cruz, que los judíos de nuestro tiempo rechazan con ansiedad, como los del tiempo de la epístola a los Gálatas, en ese fundamento se erigirá la salvación de los mismos judíos, como se erigió hasta ahora la de los gentiles. Nada ha dicho contra esto el Concilio Vaticano II, aunque sí la “hermenéutica” de los enemigos tanto de la Iglesia como de la dispensación inaugurada por el Mesías sufriente.