La pregunta es por qué sí

Prensa | Sección: Política, Sociedad

Todavía recuerdo alguna conversación de sobremesa en mi casa paterna, ocurrida ya hace una buena cantidad de años. En ella, una de mis hermanas contaba que se había ofrecido para colaborar en la selección de los libros que se incorporarían a la biblioteca del colegio de sus hijos. Le señalaron con toda claridad cuál sería su tarea: aquel libro al cual, luego de su lectura, no le encontrara nada reprobable sería incorporado a la biblioteca. En cambio, aquel que tuviera un contenido inconveniente para los niños y adolescentes, aunque fuera sólo en alguna de sus partes, sería descartado. Ella debía simplemente señalar por qué el libro no debería estar disponible para los alumnos.

Todas nuestras voces –la de los hermanos y hermanas de sangre y políticos que formábamos el corrillo en torno a la mesa– se sumaban, entusiasmadas, al coro de elogios por el hecho de encontrar un colegio en el que se preocupaban de tal cosa. Los elogios se extendieron hasta que sonó la voz de mi padre, que, si bien lo corriente era que desde la cabecera de la mesa contemplara estas conversaciones en silencio, en esa ocasión dijo: “la pregunta no es por qué no tener un libro en la biblioteca, sino por qué sí tenerlo”.

En realidad esta es la pregunta adecuada para hacer cualquier cosa en la vida. Por supuesto, hay decisiones que no tienen ninguna importancia y que, por lo tanto, si se toman considerando los por qué no, es más o menos irrelevante, aunque aun en esos casos siempre será mejor ir adelante sabiendo por qué sí. Trátese de probar un nuevo plato preparado con ingredientes desconocidos, trátese de dar un paseo no previsto, de ver una película en el cine o de leer un libro del que no se tienen mayores referencias, cualquiera sea el caso, no sería raro que tomáramos la decisión porque no vemos razones de peso para no hacerlo. Sin embargo, si nos detuviéramos un minuto a pensar, podríamos descubrir para cada una de ellas, aunque no sean de trascendencia, muchas razones por las cuales decidir sí tomarlas. Quien así lo haga, probablemente no sólo evitará encontrarse con sorpresas desagradables, sino que también será capaz de gozar más de aquellas cosas elegidas: es lo propio del hombre culto, que no va por la vida haciendo lo que se le cruza por delante sin saber mucho por qué, sino que hace lo que quiere, porque sabe de sus bondades. Es el hombre que domestica la realidad, en el sentido de que la hace parte de su vida, y de tal manera que, ejerciendo un cierto señorío sobre ella –si cabe–, no le resbala por la superficie de su cutis, sino que comprometiéndose vitalmente con ella y penetrando en su bondad, la goza y la saborea con intensidad a la vez que con mesura.

En este sentido, el que sabe por que sí hace las cosas es el que logra escapar de la vida frívola y cómoda, pero al mismo tiempo chata. El frívolo, en cambio, suele hacer de la pregunta “¿por qué no?” casi un leitmotiv de su vida.

Quizá nada sería tan grave si la pregunta “¿por qué no?”, sea como fuere que se formulase, no se transformara, tantas veces, en una formidable maquinaria destructiva. Esto suele ocurrir, me parece, de dos maneras. Una, como autojustificación del hombre moralmente perezoso que, siendo incapaz de hacer lo que debe, justifica la alternativa cómoda y egoístamente conveniente preguntándose a sí mismo ¿y por qué no? El descenso por la ladera moral de la vida, muchas veces va acompañado por la música seductora de esta pregunta. Desde la irresponsabilidad de una copa de más, cuando ya sobran varias, hasta la infidelidad matrimonial que sigue a la insistente invitación del impertinente compinche de juerga, suelen esconderse tras la melodía. Desde la mala conciencia de un negocio que promete pingües ganancias, pero que está en el límite de lo lícito, hasta la mala sensación que deja un arreglo político personalmente beneficioso pero desastroso para el bien común suelen ser acalladas con la pregunta: “¿Por qué no?”.

Pero el problema puede ser todavía mayor. El revolucionario –y me refiero no solo al de cinturón de dinamita, sino también al de elegante y aséptico salón– consciente del poder de la pregunta, la transforma en herramienta de cambio. Es el instrumento que en las sociedades se usa para introducir el vértigo del cambio, tantas veces presentado como progreso y desarrollo, que mina sus raíces y tradiciones religiosas y morales. Es el recurso del político “progresista” o del “oportunista” para que sin mayor reflexión, y por supuesto en nombre de la libertad, se discutan y debiliten todos los bienes principales para los que se vive en sociedad y que permiten desarrollar en ésta una convivencia sana. Es el recurso para, de un solo tiro, disolver la ciudad cristiana y al mismo tiempo ganar votos aprovechando la superficialidad de las masas. ¿Por qué no hablar del aborto? ¿Por qué no tener aborto terapéutico? ¿Por qué no el divorcio? ¿Por qué no la eutanasia? ¿Por qué no dejar libertad a los niños y adolescentes para que sean ellos los “protagonistas” de su vida? ¿Por qué no… por qué no… por qué no…? Ante la repetición de la pregunta el frívolo sólo atina a responder: “sí, en realidad, ¿por qué no?” y con su respuesta van cayendo poco a poco los pilares sobre los que se funda el orden social tradicional de la vida humana.