¿Cuánta religión tolera Berlín?

Tomás Villarroel | Sección: Religión, Sociedad

Los representantes del “establishment” político progresista, secularizante y “multiculturalista” de Berlín, pero también probablemente de Europa Occidental, han coincidido que la inmigración de importantes grupos de población islámica provenientes de las regiones del Medio Oriente y zonas aledañas ha traído aparejada conductas no aceptables para la sociedad europea contemporánea. ¿De qué casos se trata? Se trata, por ejemplo, de los casos que en su versión extrema han derivado en “homicidios de honor”, que consiste en el asesinato que han cometido parientes contra sus propias hijas o hermanas por llevar una vida “insuficientemente islámica”.

Este problema que debería quedar circunscrito al ámbito de la política de inmigración y de integración del estado federal de Berlín, y en general de Alemania, ha desbordado sin embargo y ha derivado en coletazos para las comunidades cristianas berlinesas. Es decir, aquí no sólo pagan las comunidades islámicas, sino que el Estado berlinés le aplica la misma vara a las Iglesias cristianas, que poco tienen que ver con las manifestaciones más violentas del fundamentalismo islámico. Hacerlo de otro modo equivaldría a practicar la discriminación.

¿Qué ocurrió? ¿Cuáles son los antecedentes de este conflicto en la capital alemana?

A diferencia de los otros estados federales alemanes, en Berlín las clases de religión en los colegios estatales fueron, desde la Segunda Guerra Mundial, optativos y no tuvieron incidencia en las notas. La controversia acerca de la educación y de la “transmisión de valores” en Berlín tuvo su origen el año 2005, cuando un joven turco asesinó a su hermana en Berlín-Tempelhof que, a los ojos de su familia, llevaba una vida “insuficientemente islámica”. Muchos alumnos musulmanes en Berlín habrían manifestado comprensión por este acto de sangre, de manera que la coalición gobernante en Berlín decidió implementar una nueva asignatura para todos los alumnos de séptimo básico a segundo medio y le asignó carácter obligatorio: ética. Esto significó que las horas de religión que antes ocupaban un lugar normal en el horario escolar pasaron a ocupar un lugar marginal. Pasaron, por ejemplo, de la tercera o séptima hora a la duodécima o décimotercera hora, generando una ostensible disminución de los alumnos inscritos en esta asigantura voluntaria. El desplazamiento forzado de la religión a la periferia del horario escolar es, sin duda, también un símbolo del desplazamiento de la religión a los espacios marginales de la sociedad.

En Berlín no sorprende mucho, pues es uno de los estados más secularizados y ateos de Alemania, y la coalición que gobierna desde hace algunos años la capital (el Partido Socialdemócrata y La Izquierda) es el conglomerado de tendencia más materialista e izquierdista posible en Alemania. La historia también es un factor importante, pues Berlín Oriental se encontró durante al menos 40 años bajo dominio comunista y el legado de esos largos años de materialismo histórico es observable. De hecho, el partido La Izquierda es un heredero, en una versión algo más liviana, del partido único (SED) del régimen comunista en Alemania Oriental. A La Izquierda probablemente le interesa, desde su fundamento materialista, desplazar y expulsar al cristianismo de la esfera pública y reducirlo crecientemente al sitial que le corresponde: la periferia de la sociedad.

Los resultados ya son visibles: la Iglesia Católica y la Iglesia Evangélica en Berlín han acusado una disminución del orden del 20% de los alumnos inscritos en las clases de religión. Ir a clases de religión a las cinco o seis de la tarde, después haber tenido clases todo el día no es excesivamente interesante para los alumnos adolescentes.

Con todo, en Berlín los grupos e instituciones que se oponen a la reglamentación implementada por la coalición gobernante se han organizado en torno a la iniciativa “Pro Reli” y han iniciado una campaña para la realización de un plebiscito en Berlín, que en caso de ganarse pondría a los alumnos ante la alternativa de elegir entre ética o religión. Una vez que lo hayan hecho, la asignatura elegida tendrá carácter obligatorio. Con esto religión recuperaría el status de asignatura “normal”. Para lograr la realización del plebiscito las instituciones patrocinantes necesitaban reunir un mínimo de 170.000 firmas hasta mediados de enero, y lo lograron, pues reunieron 265.000 firmas válidas. Para el plebiscito, que probablemente se realizará a mediados de año, tendrán más que doblar esa cantidad de firmas para derogar la actual ley educacional del senado rojo-rojo de Berlín.

¿Qué hay detrás de la decisión de imponer el curso de ética y darle obligatoriedad? ¿Existe la intención genuina de ofrecer una instancia de integración y de “transmisión de valores” que contribuyan a la formación de un sentido de ética y comunidad? O ¿impulsa esta medida el legislador en Berlín, porque, de paso, le interesa relegar la religión a una posición desmejorada?

Vale la pregunta entonces por los “valores éticos” que se inculcan en esas clases.

Quienes defienden la clase de ética, como el presidente de la comisión de educación del Senado berlinés Zöllner, argumentan que, al estar sentados en la misma sala de clases alumnos ateos, cristianos e islámicos, éstos lograrán “plantear su punto de vista a aquellos que piensan distinto, fundamentar racionalmente su propias convicciones y alcanzar consensos valóricos.” La transmisión de los valores democráticos y las discusiones en la sala de clases deberían generar una base común que induzca a la tolerancia y a la integración social de los jóvenes de convicción o trasfondo islámico. En el mejor de los casos esta receta podrá incidir en una disminución de algunos casos de violencia flagrante en nombre de la religión fanática.

Pero el problema seguirá rondando, pues al reducirse los espacios de influencia cristiana en la sociedad y al ser éstos absorbidos, como en el caso de Berlín, por visiones secularizantes y antireligiosas, también se reducen los espacios para que los jóvenes –no sólo los inmigrantes– desarrollen sentido de pertenencia y se entiendan como participantes de la comunidad –que tiene un orígen y una historia– en la que viven, y también responsables por ella. El mismo estado erosiona el terreno que necesita para crecer.

Corresponde preguntarse además quiénes son los sostenedores no-políticos de las clases de ética en los colegios de Berlín: detrás de la iniciativa “Pro-Ética” se encuentra la “Federación Humanista” de Berlín. Ésta no es otra cosa que un grupo de interés ateísta, de manera que es evidente qué ética promueve en la educación.

Otro problema lo plantea el relativismo constructivista que opera como viga maestra. Puede ser bueno que los jóvenes de los colegios berlineses participen y den una opinión fundamentada acerca de determinados problemas éticos y sociales, pero otra cosa es que los adolescentes definan positivamente cuáles son los “valores válidos” y, en consecuencia, cuáles tienen vigencia y cuáles no. Así como si el orden ético fuese una mercancía a la que se le pone un determinado precio en un remate.

Ciertamente un curso de ética no va a solucionar los problemas de integración de los jóvenes de trasfondo islámico y tampoco la problemática de las subculturas juveniles existentes en Berlín. Difícilmente lo hará mientras las familias no participen del proceso y mientras la educación ética –y no sólo ésta, sino que la educación en general– no parta de la base de la existencia de un orden del universo.

La premisa de que las clases religión, divididas en las grandes religiones mundiales o en confesiones cristianas, perjudica la integración de los alumnos de convicción o trasfondo islámico en Alemania es falsa. No es la fe en Dios la que amenaza la cohesión de una sociedad, sino el fanatismo religioso, que actualmente se llama fundamentalismo islámico. Algunos apologetas de las clases de religión en los colegios plantean que es mejor permitir la enseñanza del islam a los hijos de inmigrantes del Medio Oriente bajo supervisión estatal y con profesores de islam formados en las universidades, que la enseñanza y predicación de éste en mezquitas de patio trasero, bodegas o “centros culturales” bajo la tutela de un imán de importación.

Si acaso las clases de religión islámica institucionalizadas y bajo control estatal resolverán el problema del fundamentalismo islámico y el problema de la integración es una buena pregunta.

Con todo, el estado moderno secular vive de premisas que éste no puede garantizar. Depende del sentido de identidad que aportan las sociedades previas al estado. Esto es, necesita a las iglesias y no puede negar la herencia cristiano-occidental. Por eso, los alumnos en Berlín deberían tener, al menos, la posibilidad de poder elegir la asignatura “normal” de religión.