Tiranía y Democracia. A propósito de un viejo nuevo
Gonzalo Letelier Widow | Sección: Historia, Política
El término “clásico” designa esas cosas que, por su profundidad, verdad o belleza, simplemente no mueren. Cuando lo es realmente, leer un clásico es como escuchar a un viejo amigo que habla raro: llama la atención su manera de decir las cosas, a veces cuesta entenderlo, y cada cierto tiempo hay que pedirle que repita; pero no cabe ninguna duda de que me está hablando a mí, y que está pensado precisamente en eso que me está pasando en este instante.
Un ejemplo sencillo: ¿te acuerdas de Aristóteles, el de barba que vivía en Grecia?… sí, ése, el amigo de Platón (pero más amigo de la Verdad)… no, se murió hace un tiempo, pero te dejó un par de cosas escritas. En una de esas cosas, la Política (V,11), estaba hablando de los modos en que caen los distintos tipos de régimen político y cómo hay que hacer para que no caigan. Siempre tan serio y lacónico, el viejo… Según él, todo el montón de cosas que hacen los tiranos para mantener el poder (se ve que había estudiado nuestra historia contemporánea) al final se reduce a tres:
1. Lograr que los súbditos sean pusilánimes, mezquinos, sin grandes aspiraciones, porque de esa manera se evita que quieran mejorar la situación. Sí, hay que proponerles modelos éticos, pero de esos que, más que admiración, dan miedo. El del niño soviético que delató a sus padres está bastante bien. Ni por error consentir sociedades de estudio (1313b5).
2.Que haya desconfianza entre los súbditos. Que no se junten ni se asocien. Si no se conocen, mejor. No, no pone el ejemplo de esos interminables barrios de edificios iguales en Polonia, en que no había plazas y en que las casas no tenían living ni comedor para que la gente no se encuentre ni se invite. Pero seguro que estaba pensando en eso. El punto es que, para que la gente se rebele, no basta que esté descontenta, tiene que no poder conspirar (1314a20). Y para que no lo intenten, hay que llenar de espías (1313b10) lo suficientemente indiscretos como para que todos teman de todos.
3. Dejarlos en situación de completa impotencia. Una buena manera es hacerlos trabajar en grandes obras comunes, como hicieron en Egipto para las pirámides (1313b20), o en China para las Olimpíadas. O subirles los impuestos de modo que no puedan hacer nada (1313b25) y que el Estado lo tenga que hacer todo. Obvio que el Estado igual no hace nada, pero da lo mismo; el tema es que no puedan rebelarse. Y aún mejor si todo eso lo pudiéramos disfrazar de garantía de igualdad y de los derechos individuales…
Si no, otra buena manera, es buscándose un enemigo externo e inventándose una guerra (1313b28), como hizo Bush. Si se unen, que sea en una causa del Estado, nunca por una de ellos mismos. ¿Sociedades intermedias? No vengas con discursos fascistoides… Sí, ya sé que descalificar no es argumento, ya sé que en verdad no tengo argumentos contra las sociedades intermedias y la subsidiariedad, y que el Estado no tiene que usurpar funciones que las sociedades menores cumplen mucho mejor porque les corresponden por naturaleza. Pero precisamente eso es que hay que evitar el tema; hay que cerrar inmediatamente la discusión con un par de calificativos que suenen ofensivos (“fascista” está bien, pero es medio fuerte; más erudito y refinado es decirles “corporativistas”) o establecer un vínculo con algún personaje malsonante. La última moda para “insultar” es Vásquez de Mella o el padre Osvaldo Lira. Es una estrategia ideal; descalificamos a un par de autores antes de que alguien se entere de su existencia, así nadie los lee en serio, y ganamos un excelente modo de cerrar cualquier discusión: “sí, suena bien, pero eso lo decía Vásquez de Mella…”.
Seguramente, cuando Aristóteles escribió esto estaba pensando en Stalin, Lenin, Mao y toda la oscura jerarquía celeste del comunismo internacional. Lo que resulta más interesante, es notar que también estaba hablando de otro tipo de tiranía mucho menos grotesca y sanguinaria. Ésta es sutil y refinada, eficaz a largo plazo. El papa la llamó “dictadura del relativismo”; en términos más amplios, la podemos llamar socialdemocracia o democracia liberal, da lo mismo.
Según Aristóteles, como las democracias se caracterizan por la igualdad (1310a30), son mucho más estables que las oligarquías y la monarquías. De hecho, los revolucionarios siempre apelan a las desigualdades (o mejor dicho, a la envidia y el resentimiento). Así que tenemos la receta ideal: una tiranía democrática (la democracia absoluta es tiranía, había dicho en 1312b5) en que todos sean absolutamente iguales en el modo más sencillo y absoluto de igualdad posible: la del cero. Porque es cierto que uno también es igual a uno, pero hay que empezar a precisar un qué comparado con otro qué, no vaya a ser el caso de que me guste más tu uno que el mío, y entonces te lo quiera quitar. En cambio, es mucho más sencillo si nadie tiene nada y todos contentos… o, en verdad, todos igualmente tristes.
Lo único que hay que hacer es cambiar un poco la aplicación de esos principios:
1. Lograr que los súbditos sean pusilánimes y mezquinos, sin grandes aspiraciones, sí; pero de modo más sutil, sin violencias. Que haya sociedades de estudio, no faltaba más. Eso sí, bien técnicas, solamente financiamos investigación científica, que es útil. Las humanidades no sirven para nada. Ah, obvio, con una excepción: los centros de derechos humanos, esos sí los financiamos. En el fondo, que los estudios que no sean obstáculo para el objetivo de un sujeto amorfo y sin ideales. Y como los ideales son inevitables, hay que hacer que asuman las inofensivas formas de lo políticamente correcto. La demagogia es ideal para eso (1313b40).
Descartado el obstáculo (la virtud), veamos los medios positivos: primero, asegurarnos de que todos tengan “cosas” en abundancia; segundo, garantizar como derechos todos los caprichos individuales; tercero, cubrir bajo la libertad de expresión y de creación todas las aberraciones posibles. Hay que alentar las manifestación pública de las fuerzas más primitivas, y dar “el más enérgico repudio” a todos los abusos de las fuerzas de orden. Orden… habráse visto… represión, querrás decir…
2. Respecto de la mutua desconfianza para evitar la unión social, hay una estrategia aún mejor. Las las cosas no se unen de dos maneras: una, si se rechazan y se combaten (la desconfianza) o dos, de modo más sofisticado, si se ignoran. Nuevamente, hay que alentar un individualismo desenfrenado que sólo vea en el otro un obstáculo para superar o un medio para utilizar. Seguramente algún lector está asomando una sonrisita cínica por el lado; por eso remitimos a Rousseau. Esto que suena tan cercano a una ridícula teoría conspiracionista, está dicho textualmente en su obra. La única diferencia es que, según él, esa mónada aislada de todos, esa almeja cerrada al mundo de los hombres, es el único sujeto realmente libre y feliz.
O sea, en concreto, que se junten y se asocien todo lo que quieran. Lo importante es que sea para cosas irrelevantes y que a nadie le importe el del lado. Por eso es que resultan tan molestas la Iglesia (esos que se ayudan todo el tiempo… ¡y gratis!) y la Fuerzas Armadas (sujetos estrambóticos dispuestos, literalmente, a morirse por otros).
3. Dejarlos en situación de completa impotencia. A estas alturas, este objetivo se cumple solo. ¿Una prueba? Organice usted una manifestación por una causa que valga la pena, a ver cuántos llegan. Sí, es cierto, últimamente llegaron más. Ok, muchos más, montones de jóvenes han llenado las plazas defendiendo la vida por nacer. A pesar de que intentamos ignorarlos en los diarios y noticieros mientras le dábamos una cobertura interminable a los dos gatos que protestaban contra la Esmeralda… Lo que pasa es que olvidamos el punto central de la estrategia: hay que ser sutil, discreto. No podemos permitirnos que se sepa que la píldora puede ser abortiva: hay que decir que “no se sabe”. Ni menos permitir que se enteren de lo que es el aborto: las imágenes de niños asesinados son un insulto a las mujeres cuyo embarazo pone en riesgo su salud sicológica. Y, menos que cualquier otra cosa, permitir que se lleguen a enterar de que los planes de prevención del embarazo adolescente centrados en la abstinencia son mucho más eficaces que el preservativo, porque se nos derrumba todo el proyecto. La masa es estúpida, pero la gente no; porque la masa no es más que gente que se dejó manipular con el recurso a las pasiones. Y esa, señores, es precisamente la razón por la cual hay que desterrar para siempre a esos clásicos anacrónicos de nuestros planes de estudio; no sea que alguien lea Aristóteles y, en las próximas elecciones, quiera votar por él.