Nostalgia del estatismo

Gonzalo Vial Correa | Sección: Historia, Política

Los terremotos económicos de hoy han hecho florecer –como siempre en oportunidades semejantes– la nostalgia del intervencionismo estatal.

Lo mismo sucedió durante la crisis de 1982, bajo el régimen militar. El modelo de libertad económica que habían impuesto los economistas posgraduados de Chicago, a partir de 1975 y con el apoyo de Pinochet, fue objeto de anatema general por parte de otros economistas, sacerdotes de prestigio, políticos de oposición o aun de gobierno, empresarios, etc. Todos declaraban muerto aquel modelo y proponían la vuelta al estatismo, en diversos grados y formas. Un economista de mucho prestigio, entonces y ahora, señalaba que no había razón para que el Banco Central fuese más autónomo que una oficina cualquiera del Estado. Un ministro de hoy auspiciaba aquellos años reestatizar la banca íntegra. Y otro personaje de la era concertacionista, hábil y convincente para estructurar consensos y políticas públicas, tenía su propia lista de actividades económicas que debieran ser puramente estatales (todos los servicios públicos), o mixtas en diversas proporciones (la del Estado, mayoritaria respecto de la siderurgia, química, electrónica y grandes proyectos industriales, a fin de asegurar “la orientación y control democrático”). CIEPLAN editó el año 1984 un libro sobre cómo sacar al país del marasmo neo/liberal: «Reconstrucción económica para la democracia».

Pero el «modelo» no murió. Ajustándose, y corrigiendo sus errores conforme a la experiencia de la crisis, salió solo del «marasmo» y dio origen a la década (1987/1997) quizás de mayor crecimiento económico de la historia de Chile. Según ha señalado Harberger, el padre de los Chicago Boys, el mayor éxito del «modelo» ha sido que la Concertación –inclusive sus mandamases que arriba he citado sin nombrarlos («ninguneándolos», conforme a mi criticada costumbre)– lo haya adoptado, con tanta fidelidad sustancial como originalidad y buenos resultados.

Espero que ahora suceda lo mismo, aunque sea utilizando brillantes maniobras distractivas, como la de Pinochet en 1982/1983, cuando fingió abandonar el libre mercado… para volver a él tan pronto las circunstancias se lo permitieron (1985).

El peligro es nuestra mala memoria, que olvidemos la mortífera ineficacia de la intervención del Estado, aunque ella despliegue todavía hoy todo su esplendor –aunque sin nada positivo que exhibir por ello– en numerosos aspectos de la vida del país, v.gr., educación, salud, laboral, etc. ¿No han leído Uds. que la Dirección del Trabajo visita a las empresas que fiscaliza llevando una lista de quinientas –sí, QUINIENTAS– posibles infracciones acreedoras de multa?

¿No es penoso que –como consecuencia de la crisis bursátil de Chile y el mundo– hayan disminuido duramente los fondos de los ahorrantes en las AFP? Sí, pero, cuando el año 1980 se cambió la previsión social «de solidaridad» (!), a la aplicada hoy… ¿qué quedaba de los aportes (imposiciones) de los trabajadores, que éstos habían reunido penosamente durante medio siglo y hasta ese mismo momento? NADA, NI UN PESO. El Estado «solidario» los había recibido y despilfarrado de mil modos distintos… como se aprestan a hacer los Kirchner en Argentina.

¿Y las fijaciones de precios? Abarcaban cuanto artículo Dios creó… y algunos más. Venían de los años ’30, del «Comisariato» creado por la República Socialista (y antecesor lejano pero directo del actual SERNAC). Un tiempo, estas fijaciones declaraban conjuntamente la «sobreproducción» del artículo respectivo, estableciendo y repartiendo entre sus distintos proveedores una producción máxima del mismo. Ellos aplaudían, pues de hecho así se les otorgaba un monopolio. Parece broma, pero hubo un decreto que certificó la sobreproducción de empanadas, y otro para la de escobas.

El ’73 ya no se usaban las «sobreproducciones», pero subsistían multiplicadas las fijaciones de precios. Por ejemplo, a los hot-dogs (solos, «completos», con palta, con tomate, etc.), distintas para cada ciudad de la República.

Guardo como reliquia el Diario Oficial de 11 de marzo de 1971, en plena UP, que fija precio a los artefactos domésticos de lata producidos por doña María Figueroa viuda de Mancini en su industria de San Pablo Nº 1538, Santiago. Son unos trescientos artículos distintos. Por ejemplo, cinco clases de moldes de dulce membrillo, N.os 0 (!) a 4; moldes de torta forma de corazón N.os 1 al 3; chonchones para colgar; churreras con una estrella; moldes para cabeza de perro; cañones para pasteles; pisos para armar tortas de 25, 28 y 31 centímetros; baños de asiento N.os 1 y 2… y así sucesivamente. Cada cosa con su precio. No invento nada. Ahí está, negro sobre blanco en el Diario Oficial.

¿A qué fin tamaña locura? Sépalo Dios. Mas si los productos de precio fijado eran de consumo más masivo que los pisos de torta de doña María, diferencias de centavos podían significar ingresos enormes. El mejor gerente de una empresa, por ende, no era tanto el que se preocupaba de su organización, costos, calidad, etc., sino el que conseguía precios más altos. Muchos lo hacían honestamente. Otros, con maniobras diversas. Así, en listas interminables de artículos, el empresario colocaba al final aquellos que le dejaban mayor margen de utilidad, calculado además generosamente. A media lista, el burócrata revisor –tras haber comenzado su labor acuciosamente– se aburría y autorizaba todo, sin ver siquiera el pie de página.

En seguida, si el gerente era deshonesto y el funcionario que decidía también, operaba el soborno, la «coima».

No pocas veces, la «coima» fue cuantiosa –acorde al monto del beneficio perseguido–, resolviéndose a alto nivel. A menudo, entonces, se pedía en nombre del partido X o Y, controlador del ministerio que fijaba el precio respectivo, para financiar sus gastos electorales. Pero de hecho sólo una parte llegaba a las arcas partidistas: el saldo se iba quedando en uñas intermedias.

A la verdad, y no sólo por la vía de los precios, el intervencionismo estatal es la madre de la corrupción administrativa. Si A y B postulan a un mismo beneficio (que no pueden obtener ambos), y este beneficio es discrecional del funcionario C, puede nacer en él la tentación de vender su decisión, y en los postulantes, la de comprarla. Muchos, a ambos lados, rechazarán esa tentación… pero no todos. Especialmente, de nuevo, si la «coima» reviste la hoja de parra política: es para la buena causa, para el buen candidato… y un poquito para mí. Recordemos a Chiledeportes.

Nada de lo anterior significa negar el papel regulador del Estado –que el modelo libremercadista nunca ha excluido–, cuyo objeto es precisamente que el mercado funcione, en particular respecto a la competencia honesta y plena. Ni que el Estado intervenga, heterodoxa pero TRANSITORIAMENTE, en momentos de aguda crisis como la que se vive.

Como dije, los años de concertacionismo han aplicado el «modelo» heredado del régimen militar, aunque con erosiones debidas a la presión político/gremial, a aislados accesos demagógicos y electoralistas (quizás inevitables), y sobre todo al ADN intervencionista, propio de la centroizquierda y del cual ésta no ha conseguido librarse por completo. Su matrimonio con el «modelo» ha sido de conveniencia, no de amor.

La crisis mundial ha exacerbado la tentación de que el Estado intervenga permanentemente. Hoy mismo, el sociólogo/columnista de El Mercurio contrasta los aplausos que tributan en Chile los “sectores más ortodoxos” del modelo a la política anti-crisis de los chinos, con la forma como “rasgan… vestiduras cuando… el Estado se anima a refaccionar sus desvencijados ferrocarriles o reformar su caótico sistema de transporte público”. Es decir, respectivamente, EFE y el Transantiago. Sin duda, ejemplos insuperables de éxito del intervencionismo estatal.




Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Segunda.

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